Mis mayores ruegos cuando tenía un hijo era sobrevivir el parto para no dejar desamparados a los que ya tenía. Le escuche decir eso a mi vieja cuando yo era ya grande. Era una confesión valiente, tremendamente darwiniana. No parecía una confesión trágica. Ella vivió luchando por un sinfín de hijos, de nietos, de biznietos. Ellos la obligaron a vivir. Una obligación que asumió con alegría, sin desmayos.
Cuando un hijo que la visitaba desde lejos se le murió en sus brazos, me dijo calma: le ayude a nacer, le ayude a morir; pocas madres tienen ese horrible privilegio! Ya pasaba los ochenta. Y decidió vivir varios años más, consiente de su alrededor, sufriendo las guerras y huracanes que el televisor no le ocultaba.
Mi vieja siempre me adivino en vida. Sabia cuando le hablaba si algo me preocupaba. Me indagaba. Siempre fue así. Yo, más que presentir, adivine su muerte. Pero ella decidió ignorarme. La muerte es el más íntimo de los eventos! Y ella lo comprendió así. Ella me adivino en vida; yo le adivine en la muerte. Y como siempre, la muerte de los míos me encontró lejos, ausente, cobardemente ausente. La muerte parece esquivar mi presencia. Quizás porque la cercanía de la muerte es solo para los valientes.
Cuando supe que mi vieja se había ido simplemente confirme mis sospechas. No pude llorar. Solo aprehender un vacío profundo y mil planes derrotados. Siempre la había incluido. Llorar no es fácil cuando se tiene casi 60 años. Pero es igual, sufrimos cada lágrima que retenemos! Aunque el mundo no entienda que no se es viejo cuando se nos va la madre. No hay edad para sufrir la muerte de una madre!
Solo dormí un par de horas. Y esta mañana me despertó mi vieja, como cuando volvía en mis vacaciones de estudiante. No era la anciana de los últimos anos. Era la cuarentona que merodeaba las tareas con infinita prisa. Ofreciéndome un mate, con la sabiduría de sus últimos años, con la energía de su hermosa vida!
Junio 20, 2006