Mi familia era pobre, pero no tanto. Al comienzo teníamos un grifo de agua corriente en el fondo de la casa y un baño alejado que era solo un pozo ciego. Pero muchas casas de esa Salta cuya población no llegaba a los 100 mil habitantes tenían aljibes y se necesitaba un gran esfuerzo para recoger el agua. Cocinábamos a carbón, a veces kerosene. La escuela Roca era un orgullo en el barrio y nuestras madres conocían a las maestras por su primer nombre. Algunas gallinitas caseras proporcionaban el huevo nuestro de cada día.
Mi vieja tenía cuarto grado, como muchas personas de su condición en esa época. Mi viejo, que había llegado a la Argentina muy joven cuando finalizaba la década del 1920, no tenía estudios formales que yo sepa; no en Castellano ciertamente. Aprendió a leer solo. Eramos ocho hermanos, cuatro mujeres y cuatro varones. Uno ya falleció. Los primeros cuatro hermanos nacieron en Tucumán. Yo fui el primer Salteño. No era inusual ver familias numerosas como la nuestra.
Mi viejo era un artesano independiente. Supongo que nunca se hubiera acomodado a los rigores formales de un empleo en condiciones de dependencia. Fue toldero, tapicero, fabricante de macetas, vendedor de sal yodada. En sus cambiantes oficios usaba un carro tirado por caballos a los que amaba y trataba con infinita paciencia. Paciencia que lo eludía de a menudo. Le pesaban los recuerdos, la suerte fatal de su familia en el holocausto nazi. Mi vieja, laburadura como pocas, apechugaba, organizaba. No había mucho tiempo para los hijos. Pero el tiempo que ofrecían digamos que alcanzaba. Mis viejos hablaban entre ellos el Yiddish, y creo que yo entendía casi todo. O lo intuía.
Mi viejo era ingenioso cuando las circunstancias apretaban. Hizo sus propias hormas para hacer macetas, creo que con la ayuda mi hermano Pepe y, por supuesto, de mi vieja. Cuando hacia e instalaba un toldo también improvisaba. Mal comerciante podía sin embargo vender algunas cosas y cuando hacía un trabajo procuraba que el cliente quede satisfecho con su calidad. Se enfurecía con los que trataban de renegociar el precio cuando el trabajo ya estaba terminado. Mi vieja más que acompañar tomaba las iniciativas cuando era necesario. Además de cocinar, cuidarnos, lavar a mano, planchar. ¡No sé como hacía! Mi hermano Beto conserva el carro de mi viejo, o lo que queda de el. Creo también que mi hermana Rosa conserva un residuo de maceta, fabricada por mis viejos.
Mis hermanos mayores, Pepe y Santiago, hicieron casi todo el secundario. Pero por los reclamos de una familia grande no lo completaron. Mejor nos fue a los otros. El Departamento de Humanidades de la Universidad Nacional de Tucumán en Salta permitió a la mayor de mis hermanas, Lídia, iniciar una carrera que completó en Tucumán: la primera universitaria en la familia. Después enseñó toda su vida. Yo y todos mis hermanos menores completamos los estudios universitarios. Mi familia es una prueba del aporte de la universidad pública al progreso de los sectores menos pudientes. No hubiéramos podido estudiar de otra manera. Alguna vez creo haber visto en la casa de mis viejos un ejemplar de ‘Mi hijo el Doctor’, de Florencio Sánchez. ¿Sería por eso?
Como muchas familias, la mía se desparramó. Mi hermano Pepe, un militante social comprometido, debió huir a Bolivia en
tiempos de la dictadura. Santiago, que no tenía militancia alguna, también fue perseguido y huyó con su familia a Israel. Pepe regresó para afincarse en Salta. Ahora su familia se expande bajo su control octogenario. Santiago regresó a la Argentina solo de paseo, un par de veces. Fue durante uno de esos viajes, su último, en el que su corazón fallido decidió llevarlo para siempre. Dejó una linda familia en Israel. Tengo dos hermanas viviendo en Bolivia, Elena y Sara. Sus hijos las acompañan desde cerca y, en algunos casos, a la distancia. El resto de mis hermanos y sobrinos vive en Salta. De ellos me informo sobre mi provincia.
Yo llegué a EEUU en los 70s apurado por la angustia de mis viejos que temían por la suerte de cada uno de sus hijos. Fue como si la Europa de los 30s hubiera vuelto a castigarlos. Me había casado con Susana, en Salta, unos años antes. Cuarenta y seis años después aún seguimos de novios. En EEUU trabajé, me doctoré, me jubilé, sobreviví. Un par de veces mi empleador me hizo radicar en Europa, por algunos años. En EEUU nació una de mis hijas. Mis dos hijas se sienten argentinas y toman mate. Aunque me desplazo en territorio conocido, el lugar es siempre distante. El lenguaje es la menor de las barreras. Cada mañana me comunico con mis hermanos y hermanas, al menos con casi todos ellos. Cuando llegamos a EEUU telefonear a Salta no era fácil. Ahora ni teléfono hace falta.
Cuando repaso mi niñez me doy cuenta cuan difícil eran esos tiempos. Aún así no puedo sino mirar con nostalgia aquella época de calles polvorientas, de vecinos comedidos, de padres sudorosos.