Recuerdos del Encierro

…Eduardo Ceballos, valorado escritor, mejor amigo, me convocó a escribir estas líneas. Si hay algo rescatable en ellas, se las dedico con el aprecio que renueva la distancia.

 

Llueve en Washington. El cielo recargado y una primavera esquiva. Varias semanas que no escucho ruidos. No hay más sirenas en esta zona de tránsito importante. Ya nadie es importante: a todos nos asusta el contagio prematuro.

Miro por la ventana de mi departamento y no veo transeúntes. Así es casi imposible salir de este ensimismamiento eterno. Entonces nos pensamos; me recorro entero. Con un presente de pandemia y un futuro reducido, me queda el pasado sin misterios. Un pasado que edito para rescatar lo primoroso. ¿Quien no guarda recuerdos dolorosos, quien no tiene para rescatar momentos de alegria? Esos momentos que recordamos con sonrisas y nostalgia. Reviso el pasado para recoger las fotografías de la memoria que nos llenan de melancolía y huir de los recuerdos que golpean.

Cuando me miro por dentro mis tiempos de primaria y secundaria en Salta son mejores. En la Escuela Roca hice algunas amistades de por vida. Con algunos compañeros de ruta compartí la escuela primaria y la secundaria sellando así una conexión inalterable. Abundan otros a los que había perdido el rastro para después reencontrarlos. Pude de ese modo consolidar la relación de antaño. Mi memoria desempolva algunos.

El Petiso era un personaje vivaracho y sabio. Pescaba las cosas sin preguntar dos veces. Fue compañero en la primaria y en la secundaria. Nuestro contacto es permanente. Al Cacho Slodky que era un año mayor supe admirarlo: ¡leia tan bien los discursos en las fiestas Patrias! Se le adivinaba el destino inescapable de escritor. Comparto siempre sus escritos. Alguien que prefiero no nombrar me aterrorizó un año entero. Fue aquel último dia de clases en que resolví enfrentarlo. ¡Pobre! Le gané en los empujones y se retiró humillado. Me enteré luego que venía de un hogar destruido por la pobreza extrema y el alcohol de un padre despiadado. Lo vi despues de algunos años. Lucía viejo, cabizbajo. Lo saludé casi efusivo y conversamos. Creo que aquel encuentro lo alejó de la derrota y a mi me hizo sentir menos culpable.

Ceballos era muy maduro para los que compartíamos la primaria, asi me acuerdo. De rostro enjuto, lentes prominentes, delgado y algo más alto, Eduardo lucía ajeno a las andanzas juveniles. Simpre reflexivo aunque cercano. La lapicera y el registro era su futuro inevitable, estaba claro. Avanzado en años, lo encontré sin esperarlo en una visita ocasional a Salta. Fue muy linda la manera en que lo reconocí. Eduardo como siempre regalaba humanidad. Me enteré de sus hazañas. Escritor, artista de teatro, periodista, hacedor de radio. Yo había estado alejado del terruño muchos años y me había informado poco. Eduardo batalla mes a mes con su mensaje en La Gauchita. La publicación lleva décadas, proeza no fácil. Allí el amigo me honró con un lugar ya varias veces.

No recuerdo en que año los cursos de escuelas públicas se hicieron mixtos. Pero fue temprano en mi aventura de estudiante. Creo que así aprendimos a convivir con naturalidad con las mujeres. Diría a obedecer la condición humana. Pero sería necio no reconocer el peso brutal de la cultura en cada uno de nosotros. Los muchachos hablábamos con las chicas pero nos juntábamos aparte. Rigurosamente aparte. Los colegios religiosos en cambio eran estrictamente de un solo género. Y supe de varios vecinos que se esforzaban con apremio para pagar las cuotas de sus hijos o hijas en esos colegios porque los aterrorizaba la idea de mezclarse. Temor que crecía con la pubertad naciente. Varios compañeros tenían hermanos mayores y de ellos bebían la cultura machista del entorno. Pero todo quedaba en algún chiste grosero entre varones. Confieso que al recordarlos me divierto.

El Chueco era avanzado. Sus matemáticas empantanadas y los deberes de Lenguage en el olvido. Pero sabía como nadie del medio circundante. Cuando había que indagar sobre las cosas de la vida estaba el Chueco. El recogía las informaciones más recientes. Sabía porque en el cine había sesiones misteriosas de mayores. Conocía el número exacto de encuentros sexuales necesarios para encargar un niño. Comenzó a perder su monopolio informativo a medida que crecíamos. Cada cual se informaba de lo suyo; los intermediarios se volvieron prescindentes. Cuando estábamos cerca de terminar la primaria, el pobre Chueco quedó reducido a su única condición de mal alumno. Nunca volví a verlo.

En algún año escaseó la carne en la Argentina, al menos en Salta. Mi vieja, apresurada por la gastronomía de una familia numerosa, tenía para mi un encargo. Debía anticiparme a hacer la “cola” en la carnicería para asegurar que, cuando abrieran, ella ya presente podría acceder al puchero, apreciado corte de platos numerosos. En la cola me divertía oír hablar a las que creía entonces viejas. Paquito era un amor de hijo, decía aquella mujer pintarrajeada para arrojar envidia. El mejor alumno de la clase, la mejor conducta, el abanderado en toda ocasión patria. La mujer repetía el nombre de Paquito con infinito orgullo. Era su hijo único. Hijo único? En mi grado hay un Francisco a quien sabía hijo único. En lo demás era exactamente lo contrario de lo que describía la orgullosa madre. Descubrí después que Francisco había construido en su casa una imagen digna de algunos politicos del siglo XXI. Me encargué entonces que todo el grado se enterara. Pobre Paquito! Dejó de ser Francisco y se transformó en el Paquito de la broma colectiva. Lo lindo es que él jamás se hizo problema alguno. Eso si, no permitía visitas a su casa. No vaya ser que alguien destruya aquella imagen tan minuciosamente construida.

En la segura Salta de esos días, los chicos nos movíamos sin escoltas para asistir a clase. Era muy ocasional la visita de mi vieja a la salida de la escuela. Ese día fue distinto. Apareció mi viejo con su jardinera y su gorro algo foráneo. Miré a mi alrededor estaban todos, también las chicas. Me arrimé despacito y pensé sin repetirlo: “hacete humo viejo, me estas incinerando”. Colorado subí a la jardinera. Sin mayor demora, los más audaces se invitaron: chicos subamos todos; es la jardinera de Carlos. Mi viejo, lejos de extrañarse o protestar parecía incentivarlos. En esas pocas cuadras la jardinera se llenó de bulliciosos acompañantes que parecían salir victoriosos de un partido de fútbol. Recuerdo que al bajar agradecieron respetuosos.

Los primeros años de la primaria no fueron fáciles. No tengo mucho para memorizar. Excepto aquel día de un aniversario Patrio. Estaba yo en la fila, guardapolvos almidonado y unas botitas más brillosas que nuevas que con gran esfuerzo me había comprado mi vieja. Clima de alegría. De pronto una maestra de otro grado y la mia propia me pidieron que las siga en un tono inusualmente amable para un lugar donde el trato autoritario era la regla. Fuimos al Salón de Canto, asi lo llamábamos. Ya sentados la “otra” maestra me preguntó si sabia lo que era el Malambo. No sé que le respondí. Entonces apareció un morochito simpático de otro grado, en alpargatas deformadas, creo que se apellidaba Colque. El bailará el Malambo para todos nosotros en la fiesta que venía, me dijeron en tono maternal. Pero, agregaron, las alpargatas no son los mejores calzados para tal evento. Entonces me solicitaban que por una hora le prestara al compañerito avenido a amenizador mis botitas nuevas. Mientras tanto yo usaría sus alpargatas, calzado que no me era extraño. Me veo tímido y sentado, mirando el piso, tratando de reaccionar ante aquel pedido que sentía extraordinario. No se como me animé a rechazarlo de plano. Pero Carlitos, insistirían las maestras, el compañerito no pudo comprarse botas y es solo por un corto tiempo. Me encerré caprichoso en mi defensa de la propiedad privada, cabal demostración de los tiempos que venían. Las maestras se retiraron derrotadas. Hace poco les conté el episodio a mi familia. Se desató una risa amarga.

Linda música se disfrutaba en la Salta de los 50s. Me parece oír a Eduardo Falu, guitarra exquisita, voz ronca. O a los Chalchaleros, orgullo local que invadía Buenos Aires. La ciudad de Salta, una pequeña urbe que apenas superaba los 100 mil habitantes, poseía sin embargo arte y carácter propios. Con mis pocos años lo entendía. En la radio escuchabamos a Fernandez Molina, “Perdone que lo Interrumpa”, o a Cesar Perdiguero, “Cochereando en el Recuerdo”. Eran programas sanos, entretenidos, enseñaban. Sobresalían también El Cuchi, Castilla, Araoz Anzoátegui, tantos otros. Ya sabíamos de ellos siendo apenas niños. Por esos años el fútbol local nos convocaba con fuerza irreemplazable los domingos. Farid Salim traería el primer título nacional de box a la provincia. Debo decir que la ausencia de TV no nos disminuía. Por el contrario, creo que nuestra intensidad con el medio se agrandaba.

A medida que uno crece lo atrapa el medio, la vida se torna muy compleja. Descubrimos la hipocresía provinciana y aprendimos a callar, la mayor parte del tiempo. Nos debatimos entre conflictos y contradicciones. Los tuve, de a montones. Por eso mi tiempo de adulto y aún de joven no se presta tanto para estas reflexiones. Eso sí, recuperé mucha libertad y calma en los últimos años, ya maduro. Adjetivo más que apropiado para describir los más añosos. Para todo eso la Universidad sirvió poco.

Paró la lluvia pero el cielo sigue muy cargado. Miro por la ventana nuevamente. Alguien pasea el perro. Alejándose. Ya casi anochece y se escucha el bullicio de los pájaros. Apenas se instaló la primavera en Washington y las aves decidieron adueñarse de los árboles. Esta vez son numerosas, como para llenar la ausencia humana. Sentado ya, vuelvo a masticar el forzado encierro.

 

VOLVEREMOS

Volveremos a rescatar la primavera

A llenar calles, poblar bares

Volveremos para extender la mano amiga

sin temor al enemigo derrotado

Volveremos para encontrar la palabra

y postergar la virtualidad de la distancia

Volveremos para embeber el vino amigo

Y compartir las risas sin sentido.

¡Volveremos!

 

Washington DC, 9 de Mayo de 2020