La Frontera Perdida

   (Retazos de Memoria)

Hoy decidí acordarme. Porque el ser humano no es sino un sinfín de recuerdos que se alejan a medida que nos volvemos viejos. Algunos de mis recuerdos reconfortan mis días; evocan momentos memorables, a veces muy intensos: algo pasó en tantos años después de todo. Ultimamente había pensado que estaban vacíos.  Mi trabajo me llevó por muchos lugares del planeta. En cada lugar traté de humanizar mis contactos con el medio y huir asi de la aridez de mi ocasional oficio. Aquí rescato algunos pasajes que recuerdo con sonrisas o al menos sin amarguras.

Perú, 1978

Era novato en el Banco Mundial. Las misiones de trabajo traían el sabor de nuevas geografías. Pero los colegas estaban siempre tensionados. Los movía el afán de conservarse en un ambiente cargados de presiones. Parecía que se flagelaban. No transcurrió mucho para que yo lo entendiera y muy probablemente lo imitara.

En 1978 Perú vivía un momento de cambios. Gobernaban los militares pero preparaban la transición hacia un gobierno civil. Había una Constituyente trabajando. Presidía el legendario Raúl Haya de la Torre. Volvían los exilados. La Constituyente descargaba la retórica contenida en un tiempo de dictados. Se cruzaban la izquierda y la derecha, el centro. En el fragor de la disputa, algún insulto. Un Constituyente deslizó “carnero” con desprecio hacia el opuesto. Era más que un insulto en aquel tiempo machista, en un país de gente generalmente respetuosas. El destinatario había sido en efecto parte de un escándalo tiempo atrás cuando su mujer sorprendida en pleno adulterio fue noticia. Después de alguna oratoria que otra, el Constituyente ofendido pidió la palabra. El Constituyente Fulano, dijo, me llamó carnero. Quiero dejar bien claro, agregó, que yo fui carnero. Y eso lo arreglé con mi divorcio. Pero el Constituyente Fulano es un reverendo hijo de puta  y eso no se arregla ni con la muerte de su madre.

Creo que se hizo un silencio reflexivo seguido de risas y aplausos.

En el Caribe, 1979

¡Que verde y hermoso era el Caribe! Recorríamos el Caribe inglés en muchos casos recién independizado, de isla en isla, en misiones cortas para tratar de entender que pasaría en esas pequeñas naciones que se abrían al mundo.  Estabamos en Saint Vincent. Un ecuatoriano de diminuta estatura era insoportable. No se relajaba nunca. Demandaba. Quería en dos días saber con que proyectos avanzaría el futuro de cada isla. Indagaba agresivamente. Decidí hacer algo. Le dije que el país perdía competitividad en la exportación de bananas por el alto costo del empacado en cajas. La forma curva de las bananas, agregué con autoridad, disminuye la cantidad de bananas por cajas encareciendo el empacado en un …. diez por ciento aproximadamente. El petiso me siguió atentamente. Pero, concluí, creo qué hay una solución para empacar mas bananas: enderezarlas. Así mientras cenabamos expliqué, en presencia cómplice, el “Strengthening Banana Project” (Proyecto de Enderezar Bananas). Es una idea interesante a explorar en Washington dijo el petiso con aires de autoridad, crédulo. Al retirarme a mi habitación no podía contener la risa.

¡Pero sorpresa la mía! Al conectar vuelo en Miami, con algunas horas de espera recorrí puestos de ventas. Uno de ellos ofrecía tomates cuadrados de Israel, no eran perfectos pero ciertamente eran algo cuadrados. Hablé con un vendedor para averiguar. Los producen así para empacarlos mejor y la gente los compra por curiosidad, me dijo. No se lo comenté a nadie.

Venezuela, 1982

Venezuela navegaba con el precio del petróleo en aquella intensa década. Lo que más sobresalía eran las autopistas por doquier. ¡Como si eso fuera lo único! Autos en exceso y gasolina casi regalada no disimulaban las empobrecidas villas sujetadas al cerro vecino. Son colombianos, me repetían los oficiales cuando conversábamos. Lo que más me impresionaba eran las estadísticas de accidentes. Los muertos por accidentes rivalizaban con los de enfermedades naturales. Cuando tomaba un taxi en el aeropuerto me daba cuenta porque morían tantos. Advertía, sin mucho éxito, a  los choferes que no disparen demasiado.

Los oficiales locales eran gente muy amable. En las oficinas donde concurría siempre había algún argentino, en algunos casos profesionales exilados. Ellos me indicaban donde se comía bien y algún lugar interesante para visitar los fines de semana como la Colonia Tovar o, con más tiempo,  la Guyana. Casi en la puerta del Banco Central había un lustrabotas ofreciendo sus servicios. Mantenía su lugar bien organizado, pulcro. El hombre tenía su clientela. Un día decidí rejuvenecer mis vapuleados zapatos. Aquel proveedor de brillo eterno era, además, un parlanchín simpático. Su trato permanente de Doctor alimentaba mi ego. Al concluir, le estaba pagando con alguna generosidad bien merecida, cuando me animé a preguntarle: ¿señor como sabe Ud que soy doctor? Suelto de cuerpo el hombre me contestó: en este país cualquier idiota es doctor.

Swaziland, 1984

Era Sábado. Estaba cansado de aquella misión que terminaba. El hotel me asfixiaba. Con un compañero de Africa, caminamos hacia un campito donde unos chicos jugaban afanosamente al fútbol. Entrometidos, decidimos participar. Yo de arquero y mi colega, que si sabía jugar, mezclado con ellos. Mi amigo trato de proteger mi ausencia de habilidades futbolísticas jugando en el mismo improvisado equipo. De todas formas, esos veloces chicos africanos se hartaron de hacerme goles. De pronto, alguno de los chicos decretó que el partido terminaba. Apareció de la nada un vendedor de gaseosas y quien sabe que otras cosas. Además una colección de chicos que ni siquiera estaban cerca cuando el partido se jugaba. Todos tomaron algo, bulliciosamente. Entre ellos se repetían algo insistentemente. Le pregunté a mi compañero, que entendía Siswati, qué se decían. Señalándome, risueñamente me dijo: “paga el gringo hijo de puta”.

Etiopía, 1986

Argentina había ganado la Copa unos meses antes. Partía de Addis Abeba con dos maletas bien cargadas. En una mi ropa; en  la otra papeles de trabajo recogidos en un viaje que ya parecía demasiado largo. Habia estado antes en Zimbabwe y en Zambia. Cuando voy a chequear la empleada de Lufthansa me dice que aceptan solo una maleta. Molesto dije:  Señorita si hace falta pagar exceso no hay problemas (claro, lo pagaría mi empleador). No es eso señor. El gobierno nos instruyó que por seguridad no debemos aceptar más que una maleta. Discutí con la empleada. Llevo ropa y papeles de trabajo; pueden revisar todo lo que quieran pero yo no puedo desprenderme de nada. Estaba enfadado por  lo irracional de la norma. No eran tiempos de cuestionar instrucciones y la muchacha seguía firme en aplicar la norma. Nadie desafiaba un instructivo de Mengistu. Como mis demandas no cesaban, la chica llamó a un oficial de seguridad del gobierno para que resuelva el entredicho. Vino entonces un morocho grandote, con rostro de perverso. Que le pasa, espetó. Intercambiamos explicaciones. Fastidiado me pidió mi pasaporte. Le mostré mi pasaporte de las Naciones Unidas, semi diplomático. No, ese no, dijo. Quiero ver su pasaporte nacional. Con más temor que molestia le alcancé mi pasaporte argentino. El hombre cambió el rostro. ¡Argentino! del país de Maradona. El mismo, dije adivinando que el hombre se ablandaba. ¿Ud lo conoce a Maradona? Por supuesto, dije sin titubear. Total mentira. Entonces volvió a su tono autoritario y le dijo a la empleada de Lufthansa: acéptenle todos las maletas que lleve el hombre.

Mongolia, 1992

Viajaba seguido por Mongolia. A veces debía parar en China. Otras veces en Japón o Corea.  Mongolia sobresalía por la escasez y el frío. Los servicios eran pobres. Eso se fue superando con el tiempo. Pero los inviernos nos castigaban con 30 grados bajo cero. Por eso parar en China, Japón, Corea, era un respiro. Aunque,  debo decir,  alguna escapada al desierto de Gobi fue muy interesante. Otra aventura inesperada fué cuando tomamos el tren que pasaba a la Mongolia rusa, Siberia adentro. Esa era una zona muy militarizaba, vedada a los extranjeros durante el comunismo. Recuerdo que era verano y la oscuridad de la noche duraba solo un par de horas.

Creo que le caí bien a la gente de Mongolia. Intenté entenderlos y supongo que lo adivinaron. Era gente sufrida. El Ulaanbaatar Hotel, mal mantenido, había quedado reducido a poco más que una casa de huéspedes. Había sido construido en tiempos de Tsedenbal, el líder histórico de los comunistas mongoles.  Después se abrieron otros hoteles.

En el deteriorado hall del hotel había un kiosquito. Vendía Coca Cola, caramelos, alguna que otra cosa … y preservativos importados de Corea del Norte. Esos forros, se sabia en todas partes, parecían retazos de gomas de tractores. Servían para todo excepto el propósito intentado. Eran el chiste de todo el hotel. Se conviertieron en un souvenir que extranjeros llevaban como curiosidad a sus respectivos lugares. Un día estábamos esperando el transporte provisto por el gobierno con un colega (Sud) coreano, nuestro Jefe de división que visitó el lugar por un par de días y yo. Mi jefe era un hombre serio, altivo, inglés, de unos sesenta años. Yo era cuarentón y el coreano apenas superaba los treinta. La sequedad de la calefacción nos provocaba mucha sed. Se adelantó el coreano para comprar una Coca. Pagó con un dólar y le dieron de vuelto dos forros recauchutantes de Corea del Norte. Decidí que yo también debía comprar una Coca. De vuelto me dieron un forro y un caramelo. Cuando fue mi jefe lo miraron detenidamente y le dieron el vuelto: dos caramelos.

Las negociaciones con el Fondo Monetario se habían estancado. Había un problema con las exportaciones de cashmere en cuya producción Mongolia descollaba. Un nuevo Ministro de Finanzas se hacía cargo. Venía del servicio exterior  y el hombre, nos dijeron, no hablaba ni una palabra de Inglés, solo Ruso o Mongol. El Banco Mundial aportaría un observador a la misión del Fondo Monetario: el que escribe. Hubo un par de reuniones con el nuevo ministro. No recuerdo haber abierto la boca. Pero, por motivos que ignoro, aquel ministro parecía simpatizar conmigo. Ese domingo nos invitaba a ver una granja en  la que se esquilmaban cabras para obtener el preciado cashmere. El Ministro vino en un viejo limousine sovietico, creo que era un Zil. Irían dos officiales del Fondo y la traductora en el asiento de atrás; el chofer, el Ministro y yo en el asiento de adelante. Yo en el pequeño asiento del medio. Así lo había dispuesto el Ministro. No terminaba de arrancar el vehículo y el Ministro encendió la radio. Era una vieja costumbre de la era soviética para ocultar las voces, en caso de que los servicios secretos estén grabando. Creí entender que la locutora de la radio leía las noticias. En algún momento el Ministro me indicó, en un gesto paternalistico, que le acercara el oído. Desconcertado procedí. Cuando nadie oía me dijo, en perfecto Inglés: levantaron la sanción a Maradona.

Albania, 1998

En Albania viví más de tres años. A veces solo pues las condiciones no permitían que permanezcan las familias.  Hubo momentos difíciles pero la pasé bien. Los fines de semana casi siempre era invitado a Durres, el puerto cercano sobre el Adriático, por un empresario francés que vivía en Albania. Allí concurrían algunos diplomáticos y otros notables. Muchas veces lo hacia Ismail Kadare, cuando estaba en Albania claro. Como todos, yo admiraba ese escritor. ¿Quien no? Pero como muchos famosos, el hombre era un poco arrogante, al menos conmigo. Una vez le pregunté algo sobre Sabato, quien había estado en Tirana  hacía algún tiempo para ser homenajeado pues su madre era de origen Albanés. Le hablé a Kadare en Inglés, que era lo que todo el mundo hablaba en esos eventos y que seguramente él entendía. Me contestó secamente en francés, fué tan cortante que lo entendí al detalle.

Mi contacto regular para saber o confirmar lo que pasaba cada día en Albania era el Padre Varela. Los dos argentinos. Los dos de Salta. Ambos habíamos estudiado en Tucumán. Como el curita hablaba Albanés no se le escapaba nada. Digo bien, nada. Joven, de mente amplia. No usaba sotana, al menos diariamente. Mi chofer lo conocía de hacía tiempo. Una vez, al volver de viaje, mi chofer me recordó todas las expresiones prohibidas del vocabulario Tucumano, algunas hasta habían pasado de moda. Todas groseramente graciosas. ¿Donde aprendiste eso? le pregunté admirado. Del Padre Varela por supuesto.

Moldova, 2001

Moldova me cobijo más de tres años. Tenia una lengua cercana pero su rusificada cultura la alejaba un poco. Me acostumbré, hice amigos y no la pasé mal. Con mi esposa aprovechábamos los fines de semana para viajar a Rumania, a Odesa en Ucrania, a tantos otros lugares donde combinamos reuniones de trabajo con el placer de las nuevas geografías. Chisinau era provincial pero poco a poco se volvió dinámico. Permanecieron cerrados los museos donde había residido un tiempo el poeta Pushkin y la casa donde clandestinamente Lenin imprimía Iskra (La Chispa). Odesa impresionaba con su teatro siempre en reparación y las escaleras que Einsenstein inmortalizó en El Acorazado de Potemkin.

Poco a poco me hice conocido en Moldova. Aquel Ministro, honesto en un mar de trepadores, quería hacer bien las cosas. Pero lo derrotaba el esquematismo del mundo que lo había formado. Tenía un firme propósito: lograr el hotel más alto de la (indefinida) zona. El país tenía otras urgencias. Seguir aquella construcción gigante era tan imposible como innecesario. Acordaron ceder el prospectivo hotel a quien mejor pagara.  Una compañía turca estaba muy interesada. Pero el gobierno insistia, como condición de venta, en la construcción de un número excesivo de pisos. Era el objetivo central de aquel ministro. Fui a verlo en un intento de demostrarle que en esas condiciones el hotel no sería construido. Me contestó  convencido de la bondad de las alturas. No necesitaban ni podían mantener un hotel de tamañas proporciones, mejor es chico, chico, repetí. Pero no había análisis económico que lo convenciera. Entonces, aceptando mi derrota, pregunté: ¿Sabe Ud señor ministro cómo sobrevivió el dinosaurio?  Me miró algo asombrado reclamando mi respuesta.  Entonces me respondí enfático: “El dinosaurio sobrevivió porque se convirtió en incancho (gorrión)”.

Igor era un chico bueno. Buscaba el peso con decencia. Con apenas once años se ofrecía para limpiar la vereda, lavar el auto, recoger las hojas. Admiraba a mi gato, Oscar.  Le gustaba ir al Café Internet que abría sus puertas. Me mostraba sus notas en la escuela. Yo siempre lo ayudaba y mi generosidad se le hizo costumbre. De madre sola, Igor conocía la escasez. Siempre se las ingeniaba para sacarme un Leu (peso) más. Un día era su onomástico. Otro día, la maestra lo felicitó por su desempeño, alguna vez se le murió un familiar del campo que precisaba visitar. Yo era generoso pero Igor crecía en necesidades. Una vez, cuando parecía que los motivos extras estaban agotados, Igor se apareció con un gatito muy pequeño, raza tabby como Oscar. Domnul Elbirt, me dijo, este gatito es hijo de Oscar. Lo puede ver.  Por lo tanto Ud debe contribuir a su manutención, agregó pomposamente. Oscar era castrado.

Era un día de sol, me acuerdo. El Instituto Cervantes inauguraba su presencia en Moldova. Habia un acto en el Departamento de Literatura Española de la Universidad. Yo estaba invitado. Presidía el acto el Director del Departamento. Había algunos profesores de quienes me había hecho amigo. Como era un acto oficial se hablaba en Rumano. El Director habló y en tono innecesariamente profesoral hizo un aburrido recorrido de la literatura española. Después de terminar, y a instancias de la compañía de electricidad, empresa española y principal donante del Instituto Cervantes, el Director anunció que yo diría unas palabras. Dijo que yo sería muy breve, que era alguien alejado de la literatura, que en efecto estaba ahí solo porque era un Hispano parlante que residia en Moldova, que no tenia formación relevante para ese evento. Por los motivos expresados, reiteró, el señor Elbirt será muy breve. Era realmente una introducción embarazosa. Cuando me tocó hablar, dije algunas palabras que había preparado y que ensalzaban la lengua con la que crecí y me formé. Fui muy celebrado por la concurrencia. No sé si por lo que dije o simplemente para tapar la embarazosa ninguneada a la que me sometió aquel Director sin motivo alguno. Después de un refrigerio, al retirarme, saludé uno por uno a los profesores y otros individuos presentes. Cuando me tocó saludar al viejo lo hice en español descontando que sabía la lengua siendo el director del programa. Pues bien, ese profesor acomodado desde tiempos de la nomenclatura no hablaba nada de español. Había estudiado literatura española en libros escritos en Ruso o Rumano. Producto del acomodo, el arrogante profesor se veía amenazado en sus privilegios.  ¡Tenía motivos!

Georgia, 2005

País bastante occidentalizado en las formas. Pero con un fondo de misterio y violencia. Había un Presidente joven, locuaz, lleno de ambiciones. Su liderazgo lucía menos atractivo en persona que en la prensa. Terminó exilado en Ucrania y tampoco allí lo toleraron. Su Primer Ministro impresionaba por sus conocimiento de detalles, su manejo de políticas políticas. No se le escapaba nada. Era un hombre muy refinado para el país montañoso que produjo a Stalin y a Beria. Ese Primer Ministro tuvo peor suerte. Un escape de gas le produjo el sueño eterno. Aparentemente fue un accidente. Visitaba a un vicegobernador amigo cuando los durmió el gas, en plena actividad amorosa. Los guardias que esperaban en la calle subieron al departamento alarmados cuando la ausencia del Premier se prolongaba demasiado. Allí se descubrió que el hombre era homosexual. Pero se decidió guardar aquel secreto a voces. El Primer Ministro era judio. En un país donde los prejuicios no escaseaban, era mejor callar el resto.

Interesante reunión aquella sobre contrataciones internacionales. José era un cubano atípico. Había partido de Cuba hacía no mucho. Su familia, acostumbrada a vivir en países occidentales desarrollados, no lograba encajar en la escasez de su país. Terminó como consultor internacional. Había sido diplomático por muchos años. Formado en Rusia hablaba el idioma como un nativo. Su Inglés era muy bueno. Fue asesor de Raúl Castro por algún tiempo. Conversé mucho con José. Tenía conocimientos más que interesantes. Algunos pensaban que trabajaba para la CIA. El se reía de eso. Exploramos la situación de Angola, país con el que ambos habíamos trabajado en plena guerra. En Angola la KGB, el temido servicio secreto de la Unión Soviética, patrocinó un golpe contra Agostino Neto en 1977. El golpe fracasó en gran parte gracias al apoyo cubano a Neto. Cubanos y Soviéticos estaban enfrentados en ese evento. Muchos cubanos murieron en esas circunstancias. Me contaba José que Raúl lo convocó para ir a Moscú en un viaje algo secreto. José lo acompañaría como asesor y único traductor. Intentaron ir a ver a Andropov, entonces Jefe de la KGB, y años después líder del Partido Comunista por corto tiempo, en el crepúsculo mismo de la Unión Soviética. Andropov no estaba trabajando. Sometido a tratamiento de diálisis, yacía en un hospital de la nomenclatura en las afueras de Moscú. Los cubanos insistieron en verlo aún en el hospital. Era urgente. Andropov los recibiría. En el camino, un irascible Castro le advertía a José: vas a transmitir palabra por palabra lo que yo diga. ¿Entendido? José asintió, por supuesto. Al llegar, Raúl casi sin saludar levantó el dedo y dijo: tú eres un hijo de puta. La traducción literal dejó mudo al ruso que permanecía en su cama. Acto seguido, Castro le advirtió que no tolerarían una aventura de ese tipo;  muchos cubanos habían muerto por el afán Soviético de instalar en Angola a alguien supuestamente más adepto. Esas aventuras no se repitieron. Un tiempo después, con Breznev muerto,  Andropov se convirtió en el líder aparente de las reformas soviéticas. Sin éxito. Como líder duró apenas un año. Los riñones lo acabaron.

Aquí concluyo

Visité casi 140 países. Hablé con jefes de estados o gobiernos en muchas oportunidades. La mayoría debe haber muerto. Tengo guardados muchos recuerdos que podrían aflorar para otra entrega.