Destellos Desordenados de Memoria

No puedo quejarme de la vida. Me hizo conocer gentes y lugares. Un trabajo bien remunerado.  Amarguras y presiones si que las hubo. Pero momentos rescatables, de a montones. Y personalidades coloridas, situaciones absurdas que semejan a comedia. Confieso que vivir no es aburrido….

Washington DC, 1978

Rody y Dani eran expertos en el arte del litigio. Llevaban el oficio legal en todo el cuerpo. Pero se habían enamorado de la confrontación con demasía. Vivían de ello. No era gente de odiar, pero todos los evitaban y tener que trabajar con ellos era una carga insoportable. Hacían difícil todo. Como Consejeros de la Ley Internacional debían proveer opinión fundada sobre los proyectos. ¡Era tan difícil lograr un dictamen a tiempo! A último momento siempre tenían objeciones. Transformaban pequeños problemas en conflictos permanentes. Usaban todo el poder que les confería aquella burocracia enorme. En otras palabras, hacían lo que pensaban era su trabajo: buscarle pelo al huevo.

Rody y Dani, además de tener el mismo oficio, trabajaban en la misma área operacional y vivían cerca. Viajaban a la oficina en un mismo auto, que turnaban. Allí discutían desaforadamente de cualquier tema: la política del día, un trabajo en particular, el partido de fútbol más reciente, cualquier cosa. Esas discusiones matutinas se tornaban siempre confrontativas y tremendamente acaloradas cuando tenían opiniones encontradas. Que era siempre. Debían discrepar para ensayar el arte de litigar. Parecía una elección hecha de antemano. Se sabía que la misma conducta los animaba en la vida familiar donde cada uno afirmaba su autoridad con leguleya prosapia.

Si había algo en que se parecían más Rody y Dani era en el desapego por respetar horarios. Dicen que el jefe de ambos estaba más que fastidiado por aquella desorganizadora costumbre. Un día Rody fue advertido por el Jefe: este dictamen se está demorando demasiado. Debemos concluirlo mañana. Te espero en mi oficina a las 9 de la mañana en punto para discutir detalles. Pero si llegas un minuto tarde mejor no vengas y atente a las consecuencias. A las 9 de la mañana, remarcó muy secamente. Rody supo que esta vez el jefe hablaba en serio. Debía llegar a tiempo.

Al otro día Dani lo buscó en su auto, era su turno. Rody le advirtió que debía ver al jefe a las 9. A poco de arrancar comenzó la discusión sobre … quién sabe. Si se supo que la discusión subió rápidamente de tono. Se gritaban. Estaban algo cerca de la oficina, cuando el acalorado  Rody dijo en un lenguaje estrictamente  legal: los argumentos orales han sido agotados. Nos tenemos que bajar del auto y cagarnos a trompada, agregó encrispado. Así es que detuvieron el vehículo en medio de la calle. Esgrimían gritos e intentaban algún amago cuando escucharon las sirenas y el ruido infernal que se venía. Estaban en lo que muchos suponían era el centro del mundo. Posiblemente el lugar más vigilado de la tierra. Dani recapacitó, algo muy extraño en su fogosa personalidad, y dijo: che, esto se puso serio. Mejor nos metemos de nuevo en el auto y prosigamos. Sin hablar, recorrieron las pocas cuadras que quedaban y llegaron para cumplir las burocráticas obligaciones de ese día. Dejaron atrás el tráfico parado. Rody corrió para llegar a la cita con su jefe. Tomo el ascensor y prosiguió casi corriendo. Llegó a la oficina de su jefe a las 9 en punto. Jadeando le dijo a la Secretaria: señorita tengo una reunión con el jefe, ¿puedo pasar a verlo? El jefe no ha llegado aún, le contestó la secretaria. Por favor, regrese Ud a su oficina y yo lo llamo cuando él venga. A los quince minutos, Rody recibió el llamado: el jefe había finalmente arribado. Desde la puerta misma de la oficina, señalando el reloj, defensivo, Rody dejó bien claro: llegué en horario a la cita Jefe. Ni un minuto tarde, como Ud me había comandado. Se lo digo, agregó, por si acaso no se lo anticipó su Secretaria. Si lo sé, contestó el Jefe con una mueca de desgano: un  par de boludos se agarró a trompadas en la calle y dejaron el tránsito atascado por un rato.

También DC, 1979

Dani descargaba su angustia permanente con un ruido bucal impresionante. Era más que un tic, era un calvario que Dani exageraba como rúbrica de su personalidad controvertida. Se esquivaban las  reuniones en las que Dani concurría simplemente para huir del estertorio crujir de sus sonidos. Un día el Director, molesto, lo instruyó: cállate de una buena vez. Inusual indicación autoritaria en ese conglomerado de culturas diferentes. Pero Dani seguiría con lo suyo, usando el poder que le daba el organigrama y fiel al ruido con que publicitaba su presencia. Era el combo de una personalidad agresora con un tic despreciativo lo que irritaba a los presentes.

El día estaba cargado de tensiones. Se acercaba el cierre de ejercicio; había que elevar los proyectos al directorio. Con urgencia contenida, David entró al baño colectivo y se adueñó de un orinal. Procedía en su menester indelegable cuando escuchó desde uno de los toilets individuales el sonido inconfundible de Dani. El hombre no dejaba descansar sus vocales ni cuando defecaba. Dani, dijo, necesito tu dictamen hoy mismo para completar el proyecto y enviarlo al Directorio. Hoy por favor, remató David con prisa. Dani solo atinó a proseguir con su incontrolable espasmo. Se despidió David en una suerte de monólogo, sin respuesta. Salía por el pasillo y lo vió venir al mismo … Dani. Sin salir de su asombro, David exclamó: ¿Dani yo te hacía en el baño?  No, es mi viejo que me visita. Lo vengo a buscar.

México, 1979

Yo era miembro de una misión que visitaría distintos lugares de México para ayudar a Ejidos y Cooperativas agrarias. Recorrimos muchos estados. Ya ni me acuerdo: Aguascalientes, Zacatecas, Querétaro,  (el estado de) México … Disfrutaba la gastronomía  mexicana y trataba de descubrir lo que ofrecía cada lugar. Compartimos tiempo con campesinos, Intendentes, Gobernadores. Nos trataban con esmero. Me impresionó el nivel profesional de los empleados públicos mexicanos. Por supuesto que la verticalidad de los dueños del poder los limitaba, como en todos lados. En muchas partes se veían asesores de Argentina o Chile; exilados de la cruel persecución. Quizás eso reforzaba mi mirada positiva del país y me hacía disimular sus falencias, que eran muchas. La riqueza cultural de Mexico era evidente, rebasaba las ciudades. Pero convivía con un machismo asfixiante, más exagerado que en mi propio país.  Abundaban las familias numerosas de  7, 8 y más hijos aún entre profesionales jóvenes. La influencia norteamericana era menor que la que comprobé años más tarde, debo decir. Era el México pre-NAFTA.

Se estaban renovando gobernadores. Muchos se sentían ya relajados y miraban el proyecto alternativo. Algunos lograron influir o designar directamente el sucesor. Era importante. Las elecciones eran algo formal en ese entonces. El partido de gobierno, el PRI, controlaba todo.  Visitamos un estado cuyo gobernador saliente había sido vetado en su deseos de instalar su propia dinastía. Lo sucedería un extraño. El hombre se sentía más que un pato rengo; estaba aislado, con poder menguado.  Quería disimular y sentirse pleno. Concurriría a la recepción que nos brindaba, en su casa, el Director local del proyecto. Había mariaches y no éramos muchos. En un patio grande las sillas se acomodaron en círculo. Corría el tequila; si me acuerdo bien,  la comida era pobre. Llegó el gobernador con asesores y se sentó en un lugar cercano. Callaron los mariachis. Copa en mano, el gobernador saliente recorría una y otra historia de su vida y sus aciertos. Parecía un adiós nostálgico que lo tenía como el héroe de cuanto había acontecido. Antes de asumir, nos dijo, le pregunté a mi padre que debía hacer. El anciano solo reflexionó, nos dijo: estarás en el gobierno, mijo, pero no te olvides del de abajo. ¡Que profundo! Repetían obsecuentes los del círculo cercano. Otra vez, recordó, los estudiantes rebeldes llegaron cerca de la casa de gobierno. Salí al encuentro a dialogar, me silbaban. Déjenme hablar, insistí. Comencé mi alocución y un estudiante me arrebató el micrófono. Con un manotazo lo recuperé diciendo: dame eso hijo de la chingada. A partir de ese momento, agregó, todos los estudiantes comenzaron a apoyarme. En ese instante,  la silla del gobernador, que se asentaba en un borde de  cemento contiguo a un declive, se deslizó enviando al gobernador al suelo.  Quienes estaban a su lado se habían excedido en copas  y tenían dificultades para ayudar al caído. Tomó un par de minutos rescatar al gobernador del suelo. El hombre quedó algo compungido. Terminó su tequila y abandonó el lugar.

Un Intendente, alegre por la marcha del proyecto, me regalo un tonel pequeño, de madera. Lucía prolijo, hecho a mano. Podía almacenarse en él hasta ocho litros de vino. El tonelcito era vistoso y podía valer mucho. Deberé informar al Banco, me dije. De vuelta a Wahington supe que los regalos que excedieran cierta suma, creo que era cien dólares en ese entonces, debían ser entregados al Banco. A él  pertenecían. Había una oficina de valuación de presentes. Allí concurrí como leal burócrata con mi objeto. Un empleado me hizo llenar un papel y me instruyó que lo dejara. Ellos lo valuarían y según sea el valor se comunicarían conmigo. Pasaba el tiempo y no me llamaban. En esa oficina se procesaban presentes muy valiosos: pinturas, alfombras, obras de arte obsequiadas a VicePresidents y al Presidente mismo en distintas ocasiones. Ya le llegaría el turno a mi tonel y me comunicarían. Hablé con el encargado, un costarricense especialista en esas cosas, y me dijo que pronto examinarian el tonel. Estaban muy ocupados, agregó. Parecía fastidiado. Yo solo quería asegurarme que seguía al pie de la letra el reglamento. Pasaron los días  y recibí una caja enorme conteniendo el tonelcito. Había una nota que parecía escrita por un Argentino: Perdete este objeto en el culo y después úsalo de leña.  No valía nada.

Barbados, 1980

Eran tan azul las aguas de Barbados que era imposible no sentir calma. La industria turística ya estaba en desarrollo. Había muchos hoteles. La prostitución, particularmente la masculina, ya caracterizaba la isla. Llegaban muchas turistas canadienses y algunas “alquilaban” algún fornido joven local. Tenían fama de viriles y bien dotados. Tampoco escaseaba la prostitución femenina. Pero parecía menos importante.

Llegué muy tarde y cansado en mi primer viaje. La conexión se había retrasado varias horas. Tomé un taxi y le indiqué el destino. No terminé de acomodarme que el chofer comenzó con sus ofertas. Primero me preguntó si quería alguna falopa para terminar el día. Ante mi negativa, el hombre me hizo saber que me podría enviar una chica a mi habitación. Le dije que simplemente enfile hacia el hotel que estaba muy cansado. No se dió por vencido y dijo: en ese caso, le envío un muchacho a su habitación. Ya era mucho. Escúchame reverendo pelotudo, maneja con cuidado derechito al hotel, le dije. Te pagaré tu viaje pero olvídate de comisión alguna como intermediario de negocios turbios. Solo quiero llegar al hotel. Y así fue.

El hotel tenía un caminito estrecho que conducía a la playa. El grupo al que me uní cenaba temprano y las tertulias se prolongaban. Las conversaciones eran aburridas. Carecían de humor; todos exponían algo que destaque, como defendiendo su profesión y su terreno, se medían a cada trecho. Por eso yo me escapaba en tanto podía. Caminaba por la playa un rato y volvía al hotel, a leer en mi habitación, tranquilo. Sucede que esos últimos días se había instalado a la salida del hotel una pobre vieja prostituta. Digo vieja por su decadente aspecto y desde la perspectiva de un joven que apenas superaba los treinta. Esa tardecita la vieja me detuvo a la entrada del hotel para pedirme fuego. Notando que la pobre carecía de dientes le contesté que no fumaba. Insistió cortándome el paso: ¿Qué tienes para darme, lindo? Yo tengo todo, agregó oferente. Perdóneme señora, amagué respetuoso, debo proseguir. La pobre mujer no se resignaba y remató: hago de todo, de todo. Estaban en el hall del hotel de entrada algunos compañeros y varios huéspedes, y la mujer rendida por mi falta de demanda decidió embarrarme subiendo el tono de su oferta, para que todos oigan, repetía: de todo, de todo (eeeverything, everything, everything…..). Terminó gritando. Me miraron los presentes, algunos con indisimulada sorna. Me sentí incómodo. Yo no había sido el primero.

Belize, 1980

Que lindo que era trabajar con Belize. País nuevo, disputado. Con poco más de cien mil habitantes ofrecía mucho. La mayoría de los pobladores eran bilingües (Inglés y Español), había hermosas ruinas Mayas, un coral magnífico, islas, el Blue Hole cerca de la costa (un agujero enorme en el mar mismo que Jacques Custeau exploró en 1971); producía azúcar, bananos, tenía algo de ganado. Belize es caribeño y es hispánico. Conviven blancos, negros, indios. Escribí un informe que difundió el Banco. Me contaron que lo usaban en las escuelas.

Su Primer Ministro era George Price un hombre muy religioso, de orientación social-demócrata, muy humanista. Se vestía informalmente, estaba en todo. Manejaba su propio jeep y se detenía en los caminos  para ofrecer un aventón si alguien lo necesitaba. Soltero de por vida, Price hacía sus compras diariamente y demandaba un trato igualitario. Al morir ya nonagenario fue homenajeado como el Padre de Belize. Price requería que las misiones del Banco le informaran lo que examinarían al comenzar la visita y las conclusiones al partir. En mi primer encuentro, recuerdo, tenía escrito los nombres de cada visitante. Su vasta cultura le permitía adivinar la nacionalidad y origen del visitante. Cuando vió mi nombre, me miró y repitió: probablemente argentino, su apellido suena alemán pero creo que es de origen Judío.

La informalidad de Belize no le restaba seriedad. Todo el mundo concurría al trabajo de camisa. ¿Saco? Si estaba fresco solamente. Una vez no pude convencer a un Inglés pituco de concurrir sin saco ni corbata a las reuniones. Era la verdadera manera de respetar el protocolo del lugar. De todos modos, el calor y la falta de aire acondicionado en las  oficinas lo hizo entrar en razón rápidamente. Una vez había un proyecto sensible y el Primer Ministro pidió que lo visitara yo y a lo sumo un solo acompañante. Llegamos a la hora convenida y nos dijeron que nos sentemos a esperar en su oficina. El Primer Ministro se había demorado en una visita a una pequeña industria que se inauguraba ese día. Esperábamos relajados cuando vimos, cerca del escritorio, una bolsa con bananas. Se me ocurrió robar una, banana, comérmela  para llenar el tiempo, y guardar la cáscara en mi portafolio. Mi compañero estaba horrorizado por mi infantil comportamiento. El Primer Ministro podría darse cuenta, dijo. Me entró una culpa algo tardía: ya me había comido la banana. Llegó el Primer Ministro y nos saludó muy amablemente. Repitió el saludo en su Español prístino. Después de la conversación, cuando nos despedíamos, decidí confesarle mi pecado. Como reacción nos obsequió varias bananas a cada uno de nosotros. Previene los calambres, agregó.

Guyana, 1980

La ex colonia británica era muy pobre, para muchos innecesariamente pobre. El gobierno socialista de Cheddi Jagan había sido reemplazado por el de Forbes Burnham con el indisimulado apoyo de la CIA. Ambos proclamaron su propia versión de socialismo. Pero, la división étnica del país ente la población de origen Indu y los Afro-descendientes los superaba. Jagan pertenecía a los primeros, Burnham a los de origen africano. Además, no faltaban intereses encontrados, por supuesto. Enclavado en Sudamérica, socialmente dividido, la pobreza parecía ser el único destino. Yo tenía algunos  compañeros de Guyana. La mayoría educados en Inglaterra y de origen africano,  lo recuerdo. A un Inglés muy rubio de mi División lo bauticé como La Rubia Albión. La colega de Guyana, sofisticada y algo aristócratica con marcado acento británico no podía ser sino La Negra Albión.

Cuando llegamos a Georgetown todavía se comentaba sobre el suicidio masivo en un asentamiento rural de una secta religiosa de norteamericanos. Casi mil personas perecieron hacia un poco más de un año. Las imágenes que había visto en TV eran terribles. No la verían los locales. No en TV. No había televisión en Guyana. Una colega nórdica nos ayudaba a recabar datos. Confieso que tenía una habilidad notoria en encontrar las fuentes. Algunos machistas concluyeron que su afición por los números empalmaba con una “habilidad especial” para lidear con los locales. Era muy profesional y correcta en sus funciones; su comportamiento era irreprochable. Sucede que su eficiencia ofendía a los machistas. Quiero creer que se evoluciona con los tiempos.

Nos ordenaron contactar y coordinar con representantes de organismos locales en el pais. ¡Pobres! Eran burócratas internacionales destinados al tedio permanente en un lugar que no ofrecía recreo alguno. Las familias no aguantaban y la mayoría terminaba divorciados. Un organismo internacional había destinado al lugar un economista Griego, Maxi,  que buscaba confrontar a cualquier costa. El gobierno iba pedir que lo reemplacen. Se pelaba con todo mundo, todo el tiempo; un troublemaker o, en criollo, kilombero. Cuando nuestra misión llegaba a su fin, el Presidente pidió hablar con su Coordinador, a solas. No era apropiado llevar una romería para ver el Presidente. Su protocol no lo permitiría. Cuando el kilombero supo de la reunión ….  armó  un lío bárbaro: un  oficial local, decía, no podía ser excluido de reunión alguna. Mucho menos con el presidente. El Coordinador, un hombre maduro, originario de Shri Lanka, quizás la persona más humilde que conocí en el Banco, intentó explicarle calmamente: reportaremos todo lo que sea de interés común pero nosotros no podíamos imponerle al Presidente quien sería su audiencia. Además, agregó,  vos estas destinado en Guyana, podes pedir audiencia cuando quieras (todos sabían que nunca lo llamarían).  Maxi no aceptaba explicaciones; seguía con sus protestas altisonantes. El Coordinador no era hombre de perder la calma casi nunca. Casi. Maxi, lo increpó sereno, yo  no tengo tiempo  para cambiar pañales.

Saint Lucia, 1981

Hermosa isla es Saint Lucia. Poco más de cien mil habitantes poblando un paraíso verde de playas y una que otra montaña que quiebra el horizonte azul del Caribe.  Pero Saint Lucia es más que un atractivo turístico o un productor de bananas exportables o unas aguas termales saludables. El país produjo dos, si dos Premios Nobeles con solo cien mil habitantes: Arthur Lewis en Economía y Derek Walcott en Literatura.

Saint Lucia era un nuevo país recién independizado cuando comenzamos a trabajar ahí.  No era un destacado centro turístico todavía pero tenía un encanto especial. Estaba, como todo el Caribe, repleto de música, verde y ritmo.  En la primera misión de trabajo el Banco envió un grupo de profesionales para efectuar un análisis general del país. Éramos tres o cuatro. Coordinaba el grupo un Consultor retirado que había sido reclutado para garantizar la calidad y rapidez de los informes. Había que ponerle seriedad al trabajo y los jóvenes profesionales podíamos ser atrapados por el clima vacacional de la zona. El lema del lugar era “no problem” como indicando que es mejor tomar las cosas filosóficamente.

Se anticipó que una misión del Banco Caribeño se uniría a nosotros después de unos días. Para no sobrecargar la burocracia de un país pequeño debíamos coordinar con ellos, unirnos. No se duplicarían así las reuniones: las dos misiones trabajarían juntas. La directiva general era difusa. No estaba claro quién sería el Jefe o coordinador general de las dos misiones esto es una vez unificadas. Descontábamos que el viejo Consultor que encabezaba nuestra misión lo sería. Difícilmente el Banco caribeño habría de traer  en su pequeño grupo de tres personas alguien más senior (o simplemente más viejo) que el Consultor que nos dirigía. Al final nos equivocamos.

El primer desayuno en el pequeño hotel era digamos limitado: café, un poco de leche, pan, manteca y mermelada. El Coordinador, John, miró la mesa y dijo: yo sabía que este lugar ofrecía “continental breakfast”.  Acto seguido, abusó de la manteca y de la mermelada. Después de aquel desayuno, decidí hablar con el muchacho que servía. Hermano, le dije, aquí tienen una fruta exquisita, papaya, bananas cocos, a ver si haces algo por estos humildes viajeros. Y le alcancé diez verdes. El segundo día apareció la fruta en cantidades generosas. Le comenté a los otros miembros que eso respondía a mi iniciativa y todos me reintegraron algo de lo que yo había puesto. Menos el viejo, debo decir, que agradeció mi accionar y lo aprovechó con creces pero, de todos modos, se hizo el reverendo boludo por la guita. Un miembro de la misión, de Tailandia recuerdo, dijo que le gustaba desayunar con queso y huevos. Repitió mi iniciativa y aparecieron trozos exquisitos de queso y huevos revueltos. Advertido el mozo aumentó la “cuota” y contribuimos con algo  todos … menos John que justo en esos momentos, con estratégico cálculo, enfiló hacia el baño.

Llegó la misión del Banco Caribeño. Eran dos profesionales jóvenes bajo la dirección de otro Consultor avanzado en honores y años. Los dos “ancianos” se conocían. Nadie podría asumir el rol de coordinador en tamaña competencia. Ahí empezó una batalla territorial, disimulada pero perceptible. Cómo estás John, se saludaron algo distantes. Disfrutando la jubilación mientras les enseño algo a estos jóvenes, Peter. Se dejó oír la respuesta con arrogante suficiencia.  ¿Cómo está el hotel?  Digamos que bien, le contestó John.  Ofrecen un desayuno continental, continental con mejoras, pero continental al fin, se oyó decir.  Al otro día todos desayunamos juntos. Un verdadero circo. John  y Peter se medían, sutilmente. Peter dirigiéndose a John, dijo: veo que sirven huevos. Dijiste que era un desayuno continental. Luce Americano a mi entender. Bueno, dijo John, no seas tan generoso. Es un desayuno continental, con un huevo que otro. Peter se sintió desautorizado y lo miró fijo. El huevo se convirtió en un referente de la pelea por la manija entre esos dos burócratas en cometido póstumo. Terminamos de desayunar y cada uno se retiraba a su habitación a prepararse para empezar el día de trabajo. Peter permanecía callado y serio. Levántose de su silla y dando una palmada firme en la mesa, delimitó la zona de exclusión de la batalla: ¡Si lleva huevos no es un Continental, es un Americano!!.  Se hizo silencio.

Hace no mucho volví a visitar la isla con mi familia. Cambió mucho St. Lucia desde aquellos elementales tiempos. Una linda avenida recorre ahora la costa.  Lleva el nombre de John Compton quien fuera Primer Ministro. Me reuní con él varías veces en los 80s. Amable, bien informado. Lo recuerdo casi joven. Fallecido hace ya varios años, Compton es hoy considerados por muchos como el padre de Saint Lucia. En ese viaje desayuné con fruta, mucha fruta. Evité los huevos.

Jamaica, 1982

El taxi me conducía desde el aeropuerto al hotel en Kingston. El chofer apenas si me hablaba. Un olor raro se dejaba sentir. Rápido caí en cuenta: era marihuana que el chofer fumaba sin cuidado. ¿Señor, usted está fumando  marihuana? Pregunté sin rodeos. Así la llaman ustedes, no nosotros, respondió calmo. Una foto de Haile Selassie, destronado emperador de Etiopía, colgaba del espejo. El hombre no lucia Rastafarian pero su filosofía evidentemente lo era.  Como la de muchos en Jamaica. Decidí aguantar el olor de marihuana que apestaba y clausurar el tema. Jamaica mostraba decadencia. Varios años de experimento socialista chocaron con los inconvenientes de una realidad económica difícil. La vida urbana se tornaba insostenible; desempleo y crimen eran evidentes. La bauxita y el turismo se caían. Era tiempo de otros  Reagans en el Caribe. Seaga desplazó a Manley. Yo debería mirar cuentas, analizarlas. Pero me hice tiempo para pasar por el museo-casa de Bob Marley, más por curiosidad que otra cosa. Un par de años después visité la isla con mi familia y volvimos al lugar. Con más tiempo.

El Pegasus Hotel de Kingston era bullicioso y no escasos de huéspedes. Concurrían a su café muchos hombres de negocios. Abundaban las  reuniones; un gobierno amigo de empresarios despertaba expectativas.  Los concurrentes debían observar el protocolo de los viejos tiempos: todos de traje y corbata. Aunque el calor los derritiera. El Café, pegado al lobby, era amplio, concurrido. Con varias mesas redondas, aptas para muchos comensales. Vi un grupo de hombres de negocios conversando en una mesa. Lucían animados, seguramente entusiasmados por el nuevo clima de negocios. Jamaica, se decía, miraba el futuro con buenas expectativas. Todos en esa mesa eran hombres. Excepto una morocha, algo grandota y gorda que vestía una blusa roja algo escotada y un pantalón blanco que resaltaba. Yo la había visto merodear por el lobby anteriormente. Desplazaba con sus enormes glúteos  a quienes se cruzaban. La fulana se retiró de la mesa antes que los hombres de negocios concluyeran el conclave.

Dos días antes de concluir la misión del Banco, llegó el Director para encabezar las discusiones con el Primer Ministro. Nos reunimos mientras desayunábamos para intercambiar notas, programar el evento. El Director nos interrogaba.  La reunión ya había despegado cuando cayó la gorda. Sin decir nada, como respetando el desarrollo de la reunión, se sentó y comenzó a degustar una tostada con mermelada. El mozo le sirvió café. Tomaba la taza con dos dedos, como indicación de una sofisticación prestada. Antes de que el desayuno concluyera, la gorda cogió una servilleta y se limpió los labios suavemente. Sin decir nada, silenciosamente, abandonó la mesa. ¿Quien es esa staff? Preguntó el Director. Nadie sabía nada. Todos asumían que el “otro” la había invitado. Creía que era alguien del Fondo Monetario que ustedes habían invitado, dijo el Director muy enfadado.  Decidí averiguar, entonces. A la morocha le gustaba morfar gratis y, si la ocasión era propicia, “levantarse” un foráneo por algunos verdes. En ese último negocio comenzó a declinar notablemente; si conservaba una suerte de presencia para engatusar desprevenidos. La volví a ver varias veces en el hotel, siempre en su cometido, con desparpajo soberano. Su blanco pantalón adquirió una tonalidad marrón en la zona de sus nalgas ya excedidas.

Zambia, 1983

Polvorienta y pobre había quedado Zambia. Kaunda controlaba el poder pero no los acontecimientos. Se había ordeñado tanto el cobre que la declinante eficiencia de la industria se había adueñado de las portadas de los diarios. Se disparaba el dólar abaratando nuestra temporal estancia. Había algo familiar, provincialmente familiar, en Cairo Street. La recuerdo bulliciosa en aquel verano seco, eterno. Y esa nueva enfermedad, terrible, que se llevaba gente de todas las edades. Un hijo mismo de Kaunda. El SIDA no respeta Presidentes.

Antes de partir a Zambia, me llamó mi Jefe, estaba circunspecto. Carlos serás el Jefe de la misión; te considero un tipo serio. Debes exceder el cuidado personal, debes cuidar de todos. ¿Sabes lo qué pasó en la Sección Programación de Viajes? Confesé mi ignorancia a tal pregunta. Pereció casi la mitad de ellos, me dijo sobrio. ¡Pobres! La enfermedad los sorprendió antes que el miedo. Esa sección del Banco era conocida por albergar amantes del sexo entre varones. Sabrás, Africa es diferente, agregó mi Jefe. Cualquier sexo es peligroso. Las misiones no son tour de disfrute, menos de coito. Fue tajante. Debes controlar al curioso de Chan-Po. Es buen profesional pero arriesgado, aventurero. Encontrará compinches entre los Chinos que residen en Lusaka, como los que construyen el Stadium. ¡Adviértele! No quiero líos, mucho menos victimas. Siguiendo los consejos, llamé a Chan-Po a quien había bautizado Champú para jolgorio de los colegas quienes terminaron por olvidar su verdadero nombre. Champú, dije, te voy a dar un consejo: no compres forros para ir a Zambia. No será necesario. En todo caso cómprate un traje de astronauta que es lo único que podría salvarte. A las seis de la tarde te quiero en tu habitación trabajando, agregué muy serio. Champú intentó reír pero mi rostro formal le dejó muy claro que esto iba muy en serio. Nunca supe si aquel incurable putaniero continuó con su escurridiza conducta.

Los Consultores maduros que contrataba el Banco facilitaban mucho el trabajo. Eran casi siempre eficientes, prolijos. Transmitían estatura en las reuniones, entendían mejor a los locales. La experiencia siempre paga. Aquel sesentón, elegante, siempre formal, hacía su trabajo con paciencia. Siempre pulcro, caminaba erguido portando un portafolios algo gastado que mostraba la antigüedad de sus funciones. Regresaba al hotel caminando siempre solo, a las cinco de la tarde en punto, religiosamente. En alguna calle de tierra lo detuvo un adolescente mal vestido. Tengo en el bolsillo una pistola, le indicó el maleante señalando con su mano libre. Quiero su billetera, su portafolios, su reloj, todo. Remarcó el ladrón muy decidido. No se inmutó el hombre y con la flema de Escocés de mundo le ordenó al chorro: muéstrame el revólver, quiero verlo. Desorientado, el salteador improvisado dió un paso atrás y salió corriendo.

Jorge guardaba un set de trajes bien cuidados. Algunos modelos envejecieron y no encajaban con su prolija facha. Entonces comenzó a pasármelos. Confieso que mi glotonería se mostraba en la cintura. No me era fácil abotonarlos. Además, Jorge era más alto. Los sacos se extendían y los pantalones se alargaban. Llevé  varios trajes a Zambia. Me servirían como  fajina de lujo. Ni bien llegué Michel, el jefe de la oficina local, se encargó de nosotros. Su propio chofer, Roger, nos ayudaría. Roger era un morenito muy simpático. Conocía a todo el mundo, sabía cómo acceder a cualquier oficina de gobierno y era un experto en las computadoras que emplazaban a usarse un poco.  Francamente, no sé que hacía ese muchacho de chofer. Era mejor que muchos jerárquicos. Sobresalía por su educación y sus maneras eran más refinadas que las mías (algo muy fácil de lograr, por otra parte). Pronto decidí elevar el trato.  Siempre invitado, Roger compartiría el almuerzo con nosotros, escucharía las conversaciones. Además, decidí que a él le regalaría los trajes que me pasó Jorge. Su agradecimiento fue infinito. Gracias Miste Calo, eludiendo involuntariamente consonantes me decía. Un viernes me adelantó que había hablado con Michel, y podríamos usar el coche ese fin de semana. Hasta sugería los lugares. Visitamos el Lower  Zambezi National Park, a poco más de cien kilómetros de la capital. ¡Que tiempo hermoso Miste Calo! Pensar que me pagaban.

Angola, 1985

Angola en guerra se mostraba destruido. Luanda conservaba monumentos y las calles rebelaban la gloria derrumbada. Algunos edificios conservaban algún cuidado. El Banco Central, por ejemplo. No era casual; allí estaba el numerario, el verdadero, el dólar. La moneda local, el Kwanzaa, era un poco más que el souvenir nacional, de limitado uso. La guerra silenciosa se mostraba en la escasez de los mercados. Se veían algunos mutilados por la calle. Trabajábamos con el Ministerio del Plan que  dibujaba números para proyectar futuro.

El Ministerio del Plan tenía dos edificios pequeños. Daban lástima. Pero el personal se mostraba confiado hacía el futuro. Eran amables. Casi todos dominaban el Español, producto del estudio y la presencia cubana. Cuando me identificaba como Argentino se encargaban de recordarme que el tango tuvo origen en esos territorios, en lo que hoy se llama Angola. Ese día tendríamos una reunión a nivel técnico, discutiríamos digamos cosas importantes. Era hora de la siesta, pero ellos trabajaban. Minutos antes del tiempo convenido arribamos al lugar. Un saloncito cercano a la calle oficiaba de sala de reuniones; recuerdo que tenía una mesa larga y muchas sillas. Los empleados estaban sentados, eran muchos. En la punta un empleado que nos era desconocido se dirigía al grupo de parado. Bien erguido, decente en ropas, parecía decir un discurso, hablaba como un líder de barricada. Los exhortaba. Su portugués exageradamente gesticulado y sus ademanes de combate eran …. vergonzantes. No entendía yo nada. Ningún miembro de nuestro pequeño grupo lo entendía. Será el idioma, llegué a preguntarme. ¿Podría una oficina técnica caer en esa extrema e innecesaria retórica? Como broche de oro, el discursante elevó la voz, levantó el pulgar y resumió el exhorto mientras todos miraban sin decir nada. Recogió el pequeño cuadernillo que reposaba sobre la mesa, guardó su lapicera y se marchó sin decir nada. No hubo comentarios. Se acercó el empleado del Ministerio que arreglaba la reunión y me adelantó que el Director vendría pronto para empezar la reunión. Le pregunté entonces quien era el individuo que se había retirado ¿de quien se trataba? ¡Ah! No se aflija compañero, me dijo en un tono tranquilizante. Es un loco que todas las tardes se mete en la oficina buscando audiencia. Un verdadero loco de la guerra, literalmente. Nosotros lo escuchamos y después se va. Nos entretiene.

Entre Kenia y Egipto, 1986

El vuelo partió temprano desde Nairobi. Estaba cansado pero me reanimó el desayuno que sirvieron a poco de salir. Se viajaba cómodo y se comía más que bien en primera clase. Eran otros tiempos: ahora los viajes me los pago yo y viajo en turista, en aerolíneas degradadas.  En un par de horas ya estábamos sobrevolando el Sahara. El Nilo se dejaba ver a lo lejos, corriendo en paralelo al vuelo. Me levanté para ir al baño y vi la puerta de la cabina abierta. Los pilotos conversaban animadamente. Había entre ellos vasos con agua.  Me quedé parado mirando el desierto a través de la cabina. Se aproximó entonces una azafata y con la pecuniaria amabilidad de los que atienden en primera me invitó a la cabina, el Capitán lo hacía. ¡Viejos tiempos! En la cabina misma me pude sentar y mirar todo. Era una vista extraordinaria, panorámica. Conversaban muy tranquilos el piloto y su co-piloto, en Árabe. Pero pronto viraron al Inglés: ¿de donde eres? La pregunta standard. Argentino dije. ¡Para qué! Les interesaba el fútbol con locura. En esos viajes pude visualizar la apreciación genuina por el fútbol en Africa, entre los hombres claro está. Hay algo en ellos que supera al aficionado sudamericano, al menos al de Argentina. En nuestro país, somos hincha de un equipo por encima de la maravillosa estética del fútbol. Por eso no es común manifestar admiración por los rivales. Por eso quizás se toleran más las mafias y los barra-bravas. Y ni que hablar del premio que otorgan electores a los más prominentes miembros de la corrupción futbolera en estos tiempos. No era el caso de aquellos enamorados del juego que con atención diestra sobrevolaban el desierto. Sabían más del fútbol argentino que yo mismo. No era algo difícil, confieso. Me cansé de mirar el mar de arena. De tanto en tanto dirigía mi mirada hacia el distante Nilo para romper la soledad del desierto interminable. Después de un rato, sin que me corrieran, saludé a los oficiales con respeto y volví a mi asiento ¡Los pilotos parecían gente tan buena! Sentado ya en la comodidad de mi poltrona solo atiné a reflexionar: quizás mi paga los supere. ¡Que injusto!

Hong Kong, Vietnam 1995

No había tiempo de obtener la visa en Washington. Debíamos parar en Hong Kong un par de  días y pedirlas allí, en el Consulado. No recuerdo si eso era real o un pretexto de mi compañero para “recargar nafta” en el camino. El Consulado de Vietnam en Hong-Kong estaba cerrado ese largo fin de semana. Pero, nos dijeron, de mañana siempre hay alguien y pueden insistir, usar la identidad de su organización tan apreciada, digamos sobre-valuada. La puerta estaba entreabierta. Intentamos abrir pero algo lo impedía. Mi amigo de Malasia era más decidido que yo y empujó con fuerza. Se escuchó un ruido infernal. Cayeron cosas al piso. Apresuradamente vino un oficial que estaba adentro. Mientras levantaba los cajones que servían de tapones a los intrusos, escuchaba nuestro relato. En realidad el Consulado estaba advertido sobre nuestras visas. No habría problemas, excepto que debíamos esperar al Cónsul que llegaría más tarde a firmar las visas. Nos hicieron esperar más de una hora.

Deambular por Hong Kong fue interesante. Muchas veces más estuve en Hong Kong y pude comprobar su dinamismo. En esa época te ofrecían trajes a medida hechos en el día. Te medían por la mañana, elegías la tela, y a la noche tu traje te esperaba en el hotel,  ya listo. Yo nunca lo  intenté. Eso si me hice un corte de cabello y peinado magistral. Con los pocos pelos que conservaba lograron el verdadero milagro chino. Todavía colonia británica, los habitantes de Hong Kong hablaban un Inglés británico, me parecía oír hablar los Beatles.

Saigón pasó a llamarse Ho Chi Minh City. Pero todos la seguían llamando Saigón. Me impresionó lo americanizada de la ciudad, años después de la derrota estadounidense. Se notaba en las formas, en el trato, en los negocios. Todo se mimetiza rápido en este mundo. Debíamos dar un par de clases para empleados jerárquicos del Ministerio de Finanzas en un Seminario organizado por el Banco. No sé si les enseñamos algo. Esos oficiales nos tomaban demasiado en serio; las preguntas eran muy específicas. Esa gente no divaga. Con el Director del Seminario fuimos a cenar a un lugar muy simple. La comida era sencillamente exquisita. Mezcla del sabor del lugar con inocultable influencia francesa. El arte y la cocina no reconocen enemigos. Recuerdo un vegetal muy sabroso en la ensalada. Me recordaba el berro pero era muy de Vietnam; no recuerdo el nombre. Crece aquí nomas nos dijeron; a la vera del rio, o en los islotes.

Después de Vietnam debíamos partir a  China y, subsecuentemente, a Mongolia.  Mi compañero, experto en arreglos convenientes, aseguró que tendríamos un día libre. Por la mañana visitaríamos los túneles de Cu Chi, una muestra de la artesanía militar vietnamita para derrotar al poderoso. Acompañamos el almuerzo con el rico vegetal “del rio”.  El tour por el Río Saigon nos mostró el rostro paupérrimo de Vietnam: las letrinas, de muy poca altura, reposaban pegadas al río que capturaba de inmediato el desecho. Una vieja procedía en una letrina mientras conversaba con el vecino contiguo. Se dejaban ver  los rostros. La conversación, pequeña pared por medio, de dos sujetos defecando parecía tan normal a la distancia como la de dos personas en la cola de un supermercado.  No anduvimos mucho por el agua  cuando el guía comenzó a mostrarnos los plantíos de aquellos vegetales que degustamos tanto. Estaban cerca de aquel sinfín de letrinas repugnantes. ¡Nunca más probé un vegetal ni siquiera parecido!

Belarus, 2002

Fue complicado viajar a Minsk para una intempestiva reunión. En ese tiempo vivía en Moldova desde donde partí. Necesité hacer dos conexiones para llegar a Destino. Belarus era el único país de Europa que no había visitado hasta ese momento. No hacía mucho frío, era finales de Marzo creo. Minsk tenía un aeropuerto tan grande como desolado. Llegaban y salían pocos vuelos. El mundo no apreciaba Lukashenko.

El colega que oficiaba de contacto local me mostró la ciudad, sus alrededores. Me explicó cómo funcionaban allí las cosas. Las reuniones fueron agradables pero se extendieron demasiado: tres días. Belarus era un típico país Sovietico, de los viejos días. Pero debo admitir que en muchos sentidos funcionaba. Con regulaciones excesivas y quizás inconsistentes, la corrupción para evadirlas no parecía estar presente. Acaso el miedo era más fuerte. En el hotel el personal nos toleraba. Era lo más que se podía pedir en un hotel de estrella … roja. El desayuno estaba bien pero el café parecía jugo de estropajos. Muy formal el personal de la mañana. Tenía protocolos del pasado: una manera especial de ordenar cubiertos, acomodar las sillas. Una mañana tomé el desayuno solo. Mi ocasional compañero no vino y me extrañó su ausencia. Subí a mi habitación y me preparé para empezar el día. Al bajar decidí chequear nuevamente si mi colega se encontraba desayunando.  Como yo estaba preparado para salir, llevaba mi sobretodo puesto. Entré al salón del desayuno cuando el Comisario de Servicio (así se llamaban) se aproximó agresivamente a mi encuentro: ¿necesita algo? Preguntó visiblemente enojado. Le expliqué que ya había tomado desayuno, estaba buscando a mi colega. ¿Le parece que esa es forma de entrar al salón de desayuno? Demandó en su rusificado inglés acentuado por el enojo. Yo no entendía nada, ¿cual es el problema señor? Al salón no se entra con sobretodo ¿no lo sabe? Decidí decir algo: Por favor Comisario cuide la calidad de la comida. No le pongan sal en exceso a los huevos revueltos además su  café es un insulto.

Liberia, 2003

Me acababa de jubilar y planeaba mi futuro sumido en la incertidumbre de los cambios. Sonó el teléfono. Era un amigo de Colombia, no lo había visto últimamente. Se que te acabas de jubilar, me dijo. Te hablo para que no empieces a disfrutar de la holgazanería. Quiero que seas mi Consultor en una misión a Liberia. No me aclares, nada, hermano. En ese país se están cagando a tiros y vos quieres que recién retirado yo me arriesgue, le remarqué amigable. Así es, respondió, quiero que me acompañes. Era una misión de dos semanas. Viajaríamos a Accra, Ghana. Allí estaríamos uno o dos días para conectar después a Liberia.

Liberia venía de una guerra civil cruenta que no había concluido totalmente. El país estaba ensangrentado por los diamantes, su población castigada por el  SIDA. Al llegar al aeropuerto nos esperaban funcionarios internacionales. Igual debimos esperar más de media hora hasta que arribaran los oficiales de inmigración a sellar el pasaporte. Los funcionarios que nos habían esperado lucían nerviosos. Sus rostros de angustia aumentaron después que hablaron con los oficiales de inmigración. La ruta a Monrovia estaba bloqueada por grupos armados. Los soldados internacionales que guardaban el frágil orden decidieron marginarse por … cuestiones de paga.  Se escucharon tiros. Se decidió entonces cortar camino a través de una plantación de caucho enorme.  Nos llevó tres horas llegar a la ciudad, a oscuras. Nos esperaba el dueño del hotel, un local de origen libanés, con una comida elemental, reconfortante.

La misión vivió una realidad muy rara, Kafkiana debería decir.  El protocolo era concurrir a las reuniones de traje. Las oficinas estaban derruidas. Las calles del centro pobladas de mutilados. Vi en las veredas individuos flaquísimos, sentados, casi recostados, como esperando la muerte. El SIDA los estaba consumiendo.  A mitad de la misión nos reunimos con urgencia: la seguridad se había agravado. Una misión del Fondo Monetario recibió instrucciones de dejar el país. Así lo hicieron.  A nosotros nos faltaba  algunos días para terminar, resolvimos quedarnos.  El dueño del hotel nos decía calmo: todo está bien, ya verán. Terminamos la misión y regresamos. Ya en Washington nos enteramos que un grupo había entrado al hotel que nos hospedaba y asesinaron un funcionario internacional. Fue unos días después de nuestra partida. Cuando le entregué el trabajo a mi empleador amigo, me dijo con sorna: con lo que te divertiste supongo que  estarás contento. Invítame un café y mejor no digo nada, le contesté algo cansado. Hace unos días me enteré que el amigo de aquella aventura, un amigo de décadas, pereció víctima del brutal Corona.

De Croacia hacia Polonia, 2005

Conocía Croacia bien, pero el lugar siempre apelaba. País de geografía hermosa aunque su historia me repulse. Con el tiempo reducido, trabajamos fuertes.  Debíamos proseguir a Polonia; conectaríamos vuelos en Zúrich. Salimos muy temprano para llegar a tiempo. Debíamos participar en una reunión importante a las dos de la tarde. Teníamos tickets en business, tal lo establecían las nuevas normas del Banco. Ya retirado, mi anterior empleador  tenía el mal gusto de contratarme como Consultor de vez en cuando.

En Zúrich nos apuramos para asegurar la conexión. Creo que éramos cuatro. Todos en fila para proseguir al abordaje. Pasaron mis colegas y una mujer detuvo mi marcha, abruptamente. Dijo mi nombre seriamente. Me asusté. Sr. Elbirt hay un problema con su asiento, dijo. La venía venir;  a mi no me sacan del avión ni aunque venga la OTAN, me dije. Resulta que vendimos tickets business en exceso, prosiguió. Yo estaba a punto de preguntarle que carajo significaba business class en esos viajes cortos, de aviones casi pequeños. La diferencia era un hilo de lana que separaban a los que podían beber gratis del resto. Yo solo quería llegar a tiempo. La mujer ya relajada al ver que  esa falencia  no los complicaba, agregó: comprendemos que es una falta de la empresa, pedimos disculpas y le ofrecemos en resarcimiento por viajar en turista ciento cincuenta euros. Aquí los tiene. Nunca tuve suerte en las rifas o torneos. Al fin se dió, me dije. Un compañero, envidioso de mi suerte me recordó lo que decía mi viejo según yo mismo se lo había transmitido: todos los hijos de puta tienen suerte. Comuniqué el “incidente” al Banco. No había problemas y me quedé con los cientos cincuenta europeos. Hasta que en Washington, de vuelta, mi esposa me recordó el encanto de algunos restaurantes.

Kosovo, 2006

Ni me acuerdo que fui hacer a Kosovo. Pero estar allí era en gran medida como estar en Albania. Los Kosovares son también Ilirios, hablan la misma lengua. La primera vez que visité Kosovo solo recorrí ciudades y poblados en la frontera con Albania. Fue después de la guerra de 1999. Comprobé que Prístina era algo distinta a Tirana, en algunas cosas muy distinta. Adolecía de ese toque Italiano que había penetrado en la cultura, la arquitectura y la gastronomía de Tirana. Prístina era más bien … turca. No abundaban los restaurantes italianos. Hasta que me enteré que Antonella, cansada de tantas amenazas y extorsiones, dejó Tirana para instalar su restaurante  en Prístina. ¿Cómo no visitarla? Me recibió contenta, después de tantos años. Olía licor, acaso el remanso vespertino para enfrentar una vida de batallas. El penne all’arrabbiata estaba como siempre delicioso. Acompañaba un vino de Piamonte que Antonella misma me recomendara. Me despedí con mal presagio. Antonella murió algún tiempo después. Los Kosovares sabían de la solidaridad que les brindó en Tirana cuando cruzaban la frontera en medio de los bombardeos y el acecho de Milosevich. La homenajearon.

Kirguistán, 2006

Llegué de mañana. Era el primero de varios viajes por hacer. Desde el aeropuerto se notaba que Bishkek era una ciudad tradicional Sovietica: anchas avenidas en la entrada, algunos edificios de departamentos derruidos. La mayoría de la gente tenía algo de mongol, de allí venían. Dejé mis cosas en la habitación del pequeño hotel y bajé a desayunar. Con el cambio de horarios no sabía que hora era. Pregunté que había para calmar el hambre. En realidad había muchas cosas para elegir incluido bareneques. Los rusos eran una pequeña minoría pero el bareneque parecía haber reemplazado el dumpling mongol/chino. También había platos coreanos. Los coreanos se habían transformado en una minoría  financieramente fuerte en el país. No era hora de bareneques para mí; preferí cereal y yogurt.

La  comida local no era muy rica.  Descubrí un restaurante italiano atendido  por su dueño cuya esposa era de Kirguistán, de origen ruso. Eso le facilitaba al dueño el acceso al gobierno en sus interminables trámites. Importar era tan difícil como necesario en ese lugar. Pero el Tano se especializaba en vericuetos. Ese mes de trabajo me hice cliente regular y el italiano disfrutaba conversando. Confieso que así aprendí muchas cosas del lugar,  muy útiles para mi trabajo. Fueron semanas del mundial de fútbol. Me acuerdo del partido en que Italia se clasificó para la final. El restaurante  tenía una pantalla enorme. El Tano se sentó a mi lado y consumimos un vino Italiano de primera que él mismo ordenó a su gente. Italia venció a Alemania. Fue una venganza para los Argentinos que habíamos perdido con los germanos por penales. Después de disfrutar el partido, degustar el vino y celebrar los goles, el Italiano se retiró para inspeccionar la cocina. No apareció de nuevo. Un mozo trajo la cuenta: incluía el vino que el propio italiano ordenara y bebiera en demasía. Cosas del oficio, me consolé yo mismo.

Tajikistan, 2007

Dushanbe, la capital, derrochaba humildad. Culturalmente una  mezcla de Turquía e Irán. En efecto, hablan Farsi o una variedad de Farsi, el idioma iraní. Tajikistan es sin dudas un país muy pobre. Las fuerzas rusas están allí desde la guerra civil y desde …siempre. Estacionadas en la Capital, también recorren otros lugares particularmente las zonas fronterizas. La producción de algodón es muy importante en Tajikistan. El gobierno fija el precio del algodón,  sensible decisión nunca carente de controversias.

Me gusta salir al campo, hablar con productores, disfrutar aire puro alejado de oficinas asfixiantes. Aquel día viajamos varias horas a una localidad cercana a la frontera con Afganistán. Era un lugar digamos muy activo. Hablamos con campesinos, productores de algodón. La polémica por el precio fue mencionada pero ellos no parecían estar muy molestos por lo que los técnicos estimaban era un precio que los castigaba. Aquí hay gato encerrado, me dije. Gato no, falopa, opio para ser especifico. El algodón, me dijeron,  es usado como envoltorio de grandes contrabandos de opio que pasan la frontera, desde Afganistan con destino a Europa. Allí está la moneda grande. En la frontera se veían tropas rusas y americanas, en uno y otro lado. ¿Cómo hacen para pasar el opio con tamaña presencia, pregunté extrañado. Me miraron con la lástima que se mira a los idiotas. El rumor que circulaba es que los Coroneles de las fuerzas se entendían. Eran contactos para asegurar que la frontera “esté ordenada”.

Bangladesh, 2008

Mentiría si digo que Dhaka era un lugar interesante. Su pobreza sencillamente me aplastaba. Ver defecar a alguien temprano por las calles no era inusual. Cualquier lugar era orinal.  La gente se empujaba por las calles. Bangladesh cobija más de 150 millones de habitantes en una superficie  poco mayor que la provincia de Salta, Argentina, de donde soy oriundo. También algo más grande, no mucho, que la superficie de Carolina del Norte, EEEUU, país en el que vivo. Además cada año el monzón inunda gran parte del país y el mar le come territorios. El edificio del Parlamento era una belleza de arquitectura. Sería injusto no nombrarlo. No debo olvidar la semana que pasé sin electricidad cuando el monzón golpeó las costas.

La seguridad se había deteriorado al máximo. Un acuerdo quizás tácito del gobierno con las bandas aseguraba cierta tranquilidad durante el día, hasta las cinco en punto de la tarde. Número fatídico que parecía copiado del  poema de Garcia Lorca. A partir de allí, me lo hicieron saber muy de antemano, los maleantes eran dueños de la calle. Gente diminuta, probablemente mal alimentada, pero tremendamente peligrosa. Temeroso, fui un observador estricto de ese oficioso toque de queda. A las cinco en punto estaba en la habitación del hotel, trabajando. Supe de aquel americano gigantesco. Retirado marine decidió desafiar aquella regla solo para otros. El sabía defenderse. ¡Pobre! El vehículo de tres ruedas que lo llevaba, tan popular en el sub-continente indio, enfiló directo a una calle escondida. El grandote intentó resistir. ¿Qué podían hacer esos dos o tres individuos de un metro sesenta cuanto mucho contra un fornido marine de casi dos metros? Parece que de todo. Lo amasaron a golpes; quedó casi desnudo en el medio de la calle.

El país se decía religioso. Quizás lo era. El islamismo lo distinguía de la India, parcialmente. La gastronomía de la India y Bangladesh se confundían en mucho. Disfrutaba los platos vegetarianos, cargados de curry, que servían en el hotel en que paraba. Lo acompañaba con una rica cerveza local. Los viernes a la tarde, respetando la religiosidad del día, se negaban a servir alcohol. Dijeron que es la regla. Después de un tiempo, y algunos dólares, el mozo me trataba con familiaridad y cortesía infinita. Un viernes, habiendo degustado de un plato fuertemente sazonado, tenía muchas ganas de refrescarme con mi habitual cerveza. El mozo, disculpándose, me explicó que era viernes, estaba vedado tomar alcohol. Entiendo, le dije, me parece respetable. Pero yo no soy Islámico. Además, agregué mientras me esforzaba por gesticular mi inútil ojo izquierdo para lograr su complicidad, la cerveza que quiero no tiene alcohol; no dejaron siquiera que fermente. Es una malta sin alcohol, eso es, una malta sin alcohol, repetí con convicción. Fue mi propia introducción a las fake reality. Por supuesto que un viernes a la noche ameritaba cinco verdes para aquel esforzado servidor de la gastronomía. La cerveza apareció, en vaso oscuro como para impedir que algún seguidor de Mahoma compruebe el latrocinio.

Inconclusión

Seguro que muchos eventos se me escapan. Como mi memoria a veces frágil. No huiré al escrito cuando las rescate. Tampoco dejaré de alimentar mi imaginación de chico cuando necesite adornar los detalles con licencias.