Viajar intensamente es explorar cielos, hastiarse de aeropuertos. El lugar de la visita se aproxima si la gente memoriza tu nombre en poco tiempo. Y es normal cierta nostalgia de partida. Dejar un lugar es morir un poco, aunque alguna vez se regrese. Después de cubrir geografías diferentes, los rostros se asemejan, el color desaparece, la estatura se iguala. La humanidad emerge. Es una sensación que sentí temprano en mi actividad de trotamundos por el mapa. Africa, Asia y Europa convocan mi recuerdo en estas líneas.
Malawi, Yemen, 1989
Blantaire, capital de Malawi, era apenas una villa. Con unos 500 mil habitantes en ese entonces, era la segunda ciudad del país. Malawi era gobernada por un dictador con mano de hierro. La pobreza era evidente. En mi viaje por la zona debía detenerme allí para hablar con un especialista en agricultura sobre Zambia, país vecino sobre el que estaba haciendo un informe. No debía permanecer mucho, apenas un par de días.
En algún tiempo libre recorrí la ciudad, visité el mercado. La venta de moscas estaba en apogeo, eran canastos repletos de moscas muertas. Había algunos restaurantes indios cerca del hotel. Allí encontraría comida vegetariana que me aleje de mi repugnancia por las moscas. Además siempre disfruté de la comida india. No me imaginaba que en ese restaurante encontraría al Dr. Green, viejo conocido, profesor de Princeton. Era consultado por instituciones y gobiernos. Su principal especialidad era Rusia; ¡sabía tanto de ese país por entonces misterioso! Hablaba perfecto Ruso, también español con acento colombiano. Escribió libros en ruso y fue invitado a dar conferencias y clases en Universidades rusas. Un hombre importante que regalaba simpleza, humildad. Por supuesto que compartimos la mesa. De pronto llegó otro conocido: el compatriota Binda, también Consultor, que viajaba por la zona trabajando para el Banco Africano. Se sentó a la mesa con un permiso casi robado. El hombre, confieso, era algo pesado. Reclamaba el centro de la conversación, demasiado locuaz, algo arrogante. Lo demostró en la conversación muy prontamente. Comenzó a instruirnos sobre las debilidades del sistema de los soviets. Diplomáticamente le recordé el curriculum del profesor Green, su familiaridad con Rusia. Binda lo ignoró y siguió con su mediocre erudicción sin permitir que se lo interrumpiera. El profesor Green escuchaba con disimulado esfuerzo, sin decir nada. Mi vergüenza se agrandaba. Después de todo yo era el amigo que facilitó aquella impropia compañía. Antes de llegar a los postres, el profesor Green se disculpó respetuosamente y esgrimiendo alguna excusa decidió retirarse. Binda, le dije, me hiciste quedar como el orto. El Dr. Green investiga Rusia y vos lo tomaste por novato. Bueno, contestó con la ignorancia de los soberbios, igual debe haber aprendido algo.
Partí al Yemen al otro día, después de platicar con el Consultor toda esa mañana. Sanaa, la capital, me recibió misteriosa. Ya en el aeropuerto se veían mujeres todas recubiertas de negro, con los ojos fulgurantes. Era el único órgano visible en aquellas humanidades escondidas. Los hombres portaban una daga curva, símbolo de virilidad. Podía haberme negado a visitar esa zona siempre conflictiva donde norte y sur configuraban entidades separadas. Yo era el revisor, una suerte de árbitro, de un trabajo relativo a Yemen y decidí que conocer el país ayudaría la tarea. Tenía un par de contactos al efecto. A decir verdad, me atraía ese lugar intrigante.
La aridez del lugar era sofocante. La ciudad, un verdadero museo del medioevo. Pensé: pueden hacer de la vieja ciudad un atractivo turístico muy rentable. Ayudaría en un país con poco empleo. ¡Hice tantas cosas en los pocos días que permanecí en Sanaa! Visité cuanto lugar pude. Me hice amigo de un Somalí emigrado, un hombre culto, que conocía el lugar, su historia. Me mostró lugares. Un taxista me llevó al peñasco desde donde se habrían arrojado al vacío alguna gente en el pasado, forma cruel de ejecuciones. Me enseñaron la plaza donde cada tanto se descabezaban condenados. Allí también se cortaban manos a los que se apropiaron de lo ajeno; siempre con la multitud presente. Pedí huir de esa comarca de horrores. En el camino el chofer se detuvo a comprar khat, hojas de un arbusto pequeño que se mastican y producen efectos estimulantes, Originaria dependencia dicen. La mayoría de los hombres se desplazaban masticándolo, con el pómulo hinchado y los labios a veces verdes. Me recordaba a mi Salta natal, donde las hojas de coca se mastican diariamente. Y la hinchazón de un pómulos denota la presencia del acuyico, que calma la sed, el hambre y ayuda a sobrellevar la enfermedad de las alturas. Probé el khat: lo hallé agrio y me desprendí de él rápidamente. Compré una daga que conservo y algunos otros ornamentos que me recuerdan el lugar cuando los miro. Al final de mi visita, el Somalí, mi nuevo amigo, se presentó para despedirse. Adivinando, le pedí que me aceptara una modesta ayuda. Le dispensé unos dólares. Sin perder su dignidad, el hombre me agradeció profundamente: me hacía falta, atinó a decir.
China, 1992
Muchas veces debí parar en China en tránsito hacia Mongolia. Algunas veces debí contactar la oficina local del Banco Mundial para resolver problemas comunes. Como mis visitas a China tuvieron lugar por varios años pude apreciar un país que despegaba con fuerza inusitada. Por supuesto que la pobreza y el atraso no desaparecieron, en algunos casos tomaban formas distintas. Pekín estallaba en cambios. Del día a la noche aparecían hoteles súper modernos con shopping centers gigantes en el subsuelo, autopistas que cruzaban las ciudades, un aeropuerto provinciano que de pronto se convertiría en un aeródromo del siglo venidero. Algunas ciudades eran desconocidas por sus propios moradores. Visité a un Shanghai historico que fugazmente se convirtió en una metrópolis florescente que invadía el cielo, un centro comercial y financiero. El medio ambiente sufriría.
Una tradicional disciplina masificaba la población china, en verdad era el forraje de un autoritarismo milenario. Pero se percibían brotes limitados de conductas digamos más distendidas, menos regenteadas. Una vez me detuve en un parque donde un grupo de gente grande, posiblemente jubilados, bailaban vals con infinito esmero y modales de salón. Había una grabador-cassette en un costado desde donde los valses se dejaban oír con volumen suficiente. Usando los postes de alumbrado y algún árbol extendieron un hilo para formar así una “pista de baile”. Un canasto pequeño, contiguo al grabador-cassette, recogía dinero. Quien quería bailar debía depositar un óbolo en el canastito para ingresar luego a la improvisada pista. Algunas parejas de baile eran de hombres o de mujeres. Simplemente practicaban. Un pequeño Club de Baile, anticipo de algo más grande que vendría. Me impresionó el empeño que ponían. Mostraban una gran sensibilidad y refinamiento. Creo que muchos chinos apreciaban la música, el arte occidental más de lo que nosotros lo hacemos con el de ellos. Otra vez un taxista me llevaba a un lugar algo alejado. Prendió la radio y se eschaba La Donna E Mobile en Italiano; atiné a silvarla y él comenzó a cantar. La conocía. Me puse a cantar yo también, lo poco que sabía. El hombre lo hacía en serio, entusiasmado, con rostro de circunstancia. Me dió mucha gracia. También debo decir que vi cosas muy preocupantes, aún entre miembros de la clase media educada, acomodada. Un machismo muy agresivo. Un tratamiento a los hijos con inusual rudeza. Antes de partir, en el hotel, me obsequiaron una remera con una inscripción prominente en Inglés: “Una China Más Abierta Lo Espera. Olimpiadas del 2000”.
Observé el despegue del capitalismo en China, sus contradicciones evidentes, su potencial y el desafío de jugar en una liga que lo deja expuesto.
Filipinas, Australia, 1992
Nos encomendaron coordinar una reunión de donantes con el Banco Asiático, con central en Manila, y con otra agencia regional con sede en Sydney. Fue al final de un viaje por China y Mongolia. Estaba algo cansado. Mi compañero, un colega muy capaz de Hong Kong, conocía esos organismos y los países de memoria. Asumió el rol principal en las conversaciones.
Manila era desordenada, desbordaba en poblacion, de tráfico imposible. Pero el Banco Asiático era impecable. Los empleados de diversos países de Asía disfrutaban de un clima más distendido que en Washington. Por lo que sabía eso no los hacía menos eficiente. Esperaba una actitud algo reacia con nosotros, dos burócratas de un organismo de mayor nombradia. Lo noté en algunos. Los empleados internacionales del Banco Asiático gozaban de los placeres de vivir en un país del tercer mundo con precios de servicios reducidos. Quizás adolescian de otras conveniencias del llamado mundo desarrollado. Es así, el universo no es perfecto. A medida que conversábamos, nuestros interlocutores retomaron su confianza. Queríamos coordinar, no auditarlos. Dejamos eso en claro. Las conversaciones resultaron. Nos invitaron a cenar, nos orientaron.
En un día libre recorrimos lugares, visitamos zonas, compramos algunos objetos. Filipinas ofrece mucho. Pero el país estaba algo … enredado. Por la noche escribímos una suerte de resumen de lo convenido. Lo discutiríamos y ajustaríamos después de conversarlo con los del Banco local. De los tres que lo leyeron, dos nos dieron su conformidad inmediata. No había en realidad nada que provoque controversia. Pero a un tercer individuo lo dominaba el ego, la necesidad de marcar terreno. Objetaba cualquier cosa, imponía cambios de verbos. Mi compañero que era un máster de la paciencia, decidió dejarlo que proponga cambios. Y lo hizo; pero era pura semántica, nada importante. Su juego por prestigio se desinfló con lo banal de sus propuestas. Su antipatía por mi colega era evidente. Recuerdo que lo encontré al ególatra en Kazakhstan años más tarde. Sin mediar cuestión alguna, me comentó el dineral que había ganado como Consultor, ya retirado. Inquirió, quizás con sorna, por mi amigo de Hong Kong. Le contesté que lo había visto en la cola de la cooperativa bancaria con la que ambos operamos en Washington; sé que iba a depositar un cheque millonario. Eran sus honorarios por trabajos recientes. La verdad es que a mi amigo hacía siglos que no lo veía.
Calmo y previsible lucía Sydney. Muy lindos edificios, un puerto hermoso, el edificio de la Ópera con toques de sofisticación y arte moderno. Encontré la gente servicial, muy educada. Quizás exagero. El chofer del auto que nos trasladó al hotel era chileno. Nos trató muy bien, conocía la ciudad y sus alrededores. Arreglamos para que volviera a trasladarnos al lugar de la reunión. Al preguntarnos por el lugar el hombre sonrió: el lugar era muy cercano, podríamos caminar y disfrutar del tiempo. En la junta no nos costó mucho ultimar lo necesario. Esa agencia se preciaba competente. Con justicia.
Partíamos al día siguiente, muy tarde. Aprovechamos el día. Decidí usar la remera que me habían regalado en Pekín con la inscripción: “Una China Más Abierta Lo Espera. Olimpiadas del 2000”. Observé que la gente me miraba la remera con una sonrisa algo irónica. El conserje del hotel, gente en la calle, en el tour, hasta los canguros de la granja que visitamos. Cuando caí en la cuenta ya era tarde: Sydney le disputaba a Pekín la sede por las olimpiadas. Eventualmente Sydney fue elegida para el 2000.
Laos, Japón, 1993
Confieso que es muy poco lo que recuerdo de Laos. Vientiane era una ciudad porvinciana, polvorienta. Se que cambió mucho desde entonces. Palani me esperaba en Vientiane. El era de ahí, de madre laosiana, de padre chino. Especialista en números, nos ayudaría en agrupar proyectos para discutir en Japón, un financiador de Mongolia con el que mancomunaríamos esfuerzos. Yo quería ponerme a trabajar, no teníamos mucho tiempo. Palani me calmo: primero iremos a visitar a mi padre que te quiere conocer, me dijo. Está en su negocio. Allí fuimos. El hombre estaba escuchando Radio Pekín. Su negocio, lleno de trastos, vendía … de todo. Me preguntó sobre China, quería saber si era verdad aquello de una rápida modernización. Estaba interesado en importar productos de China para revender. Pronto lo lograría. Palani interpretaba. El padre hablaba mitad Laosiano, mitad Chino.
Vientiane tenia algunos templos atractivos, una calle comercial plagada de pequeños negocios, un mercado al aire libre con algunos frutos que no conocía. Los vendedores muy atentos, oferentes pero no agresivos. Con los años volví a todos los países de la zona, excepto Laos. Me lo debo.
Tokio está alejado de Narita, el aeropuerto. Pero el equipaje era descendido con urgencia y el metro a Tokio era muy cómodo, eficiente. Japón aprendió a hacer las cosas rápido, sin apuros. Siempre me gustó la certitud de ese país. Lo visité seguido. Eso si era tan caro, al menos en ese entonces. Los viáticos apenas si alcanzaban. La cuenta del hotel, que pagaba mi empleador, era astronómica. Aprendí pronto que mejor era desayunar en el McDonald de la vuelta. Moverse en metro, lo más conveniente. Allí encontramos unos “japoneses” hablando español entre ellos; eran peruanos. Le preguntamos de todo sobre la ciudad. Comer bien y barato: los boliches en las entradas del metro. Lugares no tradicionales para visitar: de a montones, lo anotamos. En algún momento nos acordamos que también debíamos trabajar.
En nuestras visitas al Ministerio de Finanzas nos impresionó ver esos salones atestados de escritorios, unos cercanos a otros. Trabajaban en silencio, no había opciones. Aún cargos jerárquicos adolescian de las cómodas oficinas que acostumbrábamos en el Banco. Sin embargo, tenían la estadistica al alcance en epocas en que la tecnología todavía demoraba. No nos fue difícil concluir los arreglos de financiar proyectos comunes en Mongolia. También se acordó alguna fecha para reunir un grupo consultivo de donantes en la propia Tokio. Nuestros jefes lo confirmarían. Los Japoneses probaban ser terriblemente allegados a las jerarquías.
De vuelta al hotel nos sentamos en el lobby. Pasó una japonesa altiva, elegante, con un individuo que parecía americano, muy bien vestido. Me llamó la atención, estaba seguro, que el rostro de aquella mujer me era conocido. Pero no me podía acordar. Decidí preguntarle al conserje. ¿Cómo? no lo sabe. La señora era Yoko Ono. Pensé entonces: ¿estábamos en un hotel de cinco estrellas?
Polonia, 1997
La reunión era en Varsovia. El Presidente del Banco presidía, concurríamos los jefes de oficinas europeas. Yo era el de Albania, país desgarrado por conflictos civiles que lo acercaban a una guerra civil. Un poco antes debí dejar Albania por unas semanas en medio de las balas, literalmente. El Presidente del Banco había estado allí, algún tiempo antes. Cada representante habló sobre su país. Wolfenshon hizo preguntas. Algunas presentaban desafíos. Todos se querían lucir. Incomodaba ver a personas de inobjetable formación profesional querer vender más de lo que tenían. Así es la vida en las burocracias como en la política: un ejercicio permanente de sobrevivencia y construcción de poder. La segunda parte de la reunión continuó en Krakow. Se avanzó en algunas cosas y podríamos volver a nuestros lugares con algunas ideas novedosas.
Linda capital es Varsovia. Tiene la arquitectura sovietica reflejada en unos pocos edificios, por lo demás es una ciudad con brillo propio. Su río transmite calma y le da un toque romántico a la ciudad. Así lo percibí al menos. Krakow es también muy bella. Una Catedral digna de visitas, con un altar muy peculiar, muy artistico. Pero no puedo recordar Krakow con simpatía. Su proximidad a Auschwitz me incomodaba. Mi visita a Auschwitz me transportó al dolor silencioso, cargado de ira que presencié de niño. Mi viejo siempre supo que sus viejos murieron victimados. No sé si supo dónde. En realidad yo lo investigué. No fue en Ausxhwitz sino en la ciudad de Kovel, ahora parte de Ucrania. Allí vivían, allí los ejecutaron. Las imágenes de Auschwitz permanecen en sus visitantes de por vida. Es la imagen de un crimen imborrable que recorrió Europa. Te persigue todo el tiempo.
De vuelta a Varsovia, cenamos todos en un restaurante típico. Había una orquesta. Los músicos polacos tocaban piezas que recuerdo me eran familiares. Era un conjunto de polacos-judios. En algún momento entonaron canciones en Yiddish. La barbarie parecía sepultada. ¡Esa noche por lo menos!
Casas Más, Casas Menos ….
Países diferentes, lenguas distintivas, culturas singulares, creencias atípicas. Solo impresiones de mundos fracturados, de ritos divergentes. Rasgando la cáscara que recubren tribus, mitos, hay una humanidad diminuta, temerosa. Que solo busca protegerse de los miedos, encontrar calma, perpetuarse.