Visité tantos lugares que se me mezclan los recuerdos. Viajes de estudio o de trabajo, mayormente. Pero en los últimos años mis visitas fueron casi exclusivamente de placer; con Susana, mi esposa. Las disfruté mucho, tenían más pausa, cuidadosamente organizadas por Susana aunque a veces yo elegía el destino. Casi siempre nos fue bien en aquellos periplos de amateur. Durante el viaje algún que otro malestar estomacal, un poco de resfrío, algún susto, al final nada grave. Mi memoria atesora algunos episodios que perduran y que rescato en estas líneas empezando por mis tiempos de estudiante.
Tucumán, 1968
Era casi al final de mi carrera de Contador Público. Muchas clases eran de noche, resultado del pedido estudiantil pues muchos trabajábamos y nos venía mejor ese horario. Una cantidad considerable de los alumnos eran “moishe”, atraídos por un oficio que pegaba con el antecedente comercial de la familia. Muchos profesores también lo eran. Había un gobierno militar y las Universidades estaban intervenidas. Las actividades de los centros estudiantiles eran limitadas; las políticas también. Circulaban periódicos y aparecían panfletos de tanto en tanto. Los prácticos de algunas materias terminaban algo tarde, a eso de las diez y media de la noche. A veces más tarde.
A la salida de las clases lo encontrábamos, puntual, persistente. Venía con bolso de feria lleno del ilícito periódico. El hombre caminaba encorvado, tenía unos treinta años, medio calvo, de cabeza sobredimensionada para un cuerpo de regular tamaño. Vendía un periódico llamado “Voz Proletaria”, de un pequeño núcleo Trotskyista. A decir verdad, nadie le daba bola. Pero el hombre insistía con la paciencia propia de un monje budista. Vendía, regalaba el periódico, llamaba la atención sobre uno que otro artículo. ¡Pobre! Recogía indiferencia cuando no rechazo. Hasta que un día todo cambio. Alguien leyó el periódico y descubrió un articulo que pretendía ser serio pero resultaba prominentemente gracioso. El líder de la organización, un ex jugador de fútbol avenido a revolucionario, declaraba en un articulo con certitud meridiana que había seres de otros planetas visitando el globo. Una conspiración acordada entre Washington y Moscú decidió ocultarlo, sostenía. Sucede que los extra planetarios vendrían de una sociedad más avanzada, igualitaria y comunista. Los americanos se negaban a reconocer tal circunstancia por supuesto. Los rusos, temerosos de una hermandad sin los vicios de los soviets, también tenían motivos para esconder tal presencia. Esos seres habrían de jugar un rol inspirador de las transformaciones que se avizoraban, sostenía el periódico. En otras palabras: la revolución de nuestros destinos sería fruto no de la solidaridad proletaria sino de la solidaridad planetaria. Proletarios del mundo uníos debería ser reemplazado por proletarios de la galaxia uníos. Un verdadero marxismo del cosmos. Un grupo de los estudiantes, amantes de la diversión a costa ajena, decidió interesarse en el periódico en adelante. Compraron, demandaron, Voz Proletaria a la que rebautizaron Voz Planetaria.
El pasquín también hablaba de la influencia sindical de la organización. Señalaba el rol partidario en la creación del Sindicato de Sastres en Jujuy. Uno de los estudiantes, hijo de un acaudalado comerciante sirio de Jujuy, releía el articulo mientras dibujaba una sonrisa socarrona. Creo que la única vez que vi alguien de traje en Jujuy fue mi viejo, cuando murió mi tío, exageraba pero no tanto. Ni el gobernador usa traje, la mitad de la población se viste a medias, debe haber un solo sastre y trabaja part-time, concluía. Caso único remataba: el sindicato precede la industria. El casi-marciano de Voz Planetaria encontró clientes y nos acompañaba semanalmente en nuestra búsqueda de sabiduría cósmica.
El extranjero, ese misterioso lugar, 1970
La primera vez que me subí a un avión tenía veintidós años, recién graduado de Contador Público, oficio que no me enamoraba y que abandoné pronto para estudiar y trabajar como economista. Recuerdo que viajé con otros recién graduados a Buenos Aires, rumbo a Europa. Allí recorrimos muchos países, España, Francia, Italia, Austria, Alemania, Holanda, Bélgica, Inglaterra, Portugal, Suiza. Volví a esos países años más tarde. Habían cambiado mucho. Yo también. Confieso que a veces no me reconozco.
Mi vida fue una constante en mi afecto por recorrer el mapa. Mi primer recorrido por Europa era reencontrarse con los libros de geografía, transformar un mundo abstracto de cursos obligados en algo más tangible. Alli descubrí que la televisión en colores ya existía. Viejos tiempos que nos recuerdan lo costoso y difícil de informarse. Varios episodios permanecen latente en mi memoria de aquel periplo memorable.
Con Perón, Madrid, Enero de 1970
Aquella mañana desayunábamos en el hotel que nos tocó en Madrid. Era un hotel algo pequeño, de mozos muy amables; un lugar más que simpático. Se llamaba, recuerdo, Zurbano y lucía lujoso para alguien carente como yo. El Internet me dice que ahora el Hotel Zurbano se ha reciclado, acumulando estrellas. Cerca nuestro desayunaba un hombre bien vestido, de barba, que superaría los cincuenta. Parecía un Madrileño salido del Quijote. Nos escuchó hablar y se acercó con tino. ¿Son Argentinos? Preguntó sabiendo la respuesta. Su acento era claramente porteño. Le ofrecimos trasladar su desayuno. Conversamos. El hombre era un abogado que representaba firmas españolas en Buenos Aires. Su estadía en Madrid se prolongaba más de lo esperado y necesitaba charlar un poco. Le comentamos quienes éramos, que hacíamos en esas coordenadas. ¿Supongo que intentarán verlo? Preguntó. ¿Verlo a quien? Contesté. Vamos pibe, todos los que tienen tu edad consiguen hablar con el general, agregó. Yo soy viejo y recalcitrantemente gorila pero confieso que me gustaría escuchar qué dice, remarcó contradictorio. Pero mis colegas solo pensaban en divertirse y en ver qué contactos les haría ganar guita en la ocupación que nos esperaba.
¿Cómo logramos ver a alguien tan importante como Perón? Le pregunté al comedido mientras degustabamos un delicioso desayuno. La nevada se dejaba ver detrás de una ventana placentera. Miren, nos dijo el abogado ilustre, vayan esta noche al boliche de Carlos Acuña y él les dirá cómo proceder. Carlos Acuña, que había ganado fama cantando con grandes orquestas como la de Marianito Mores, tenía una peña tangueara en Madrid. Acuña era amigo de Perón y mantenía cercanas relaciones con el caudillo Franco y su familia. Escasos de numerario no aspirabamos entrar en aquel boliche tanguero. Esperamos afuera a que don Carlos llegara. Lo saludamos respetuosamente y antes que continuaramos nos preguntó con una sonrisa simpática ¿Cuándo lo quieren ver? Le dimos el nombre del hotel y mi nombre, no hizo falta nada más. Creo que no nos dió tiempo para pedirle un autógrafo. Como empresario y cantor el hombre tenía urgencias que atender.
Al día siguiente, cuando volvíamos de un tour, me esperaba un mensaje en la conserjería del Zurbano: el general los espera mañana, a las 10 AM. Firmaba José López Rega. Y así fuimos a Puerta de Hierro. La guardia ya advertida nos esperaba y nos condujo adentro del predio. Perón estaba en el jardin con uno de sus perros. Nos saludó con amabilidad y nos invitó pasar. No hacía mucho frío, la vivienda era cómoda y no mostraba lujo alguno. No parecía grande. Solo charlamos con Perón. No apareció nadie más, excepto un ayudante que nos sirvió café. Éramos unos siete por lo que recuerdo. Creo que estuvimos con el general unas tres horas. Grabamos, formulamos preguntas. Antes de partir nos sacamos fotos. Cada respuesta de Perón era simple, cargada de historias, parecían estudiadas. Sabiéndonos de Tucumán, Perón mostró conocer las realidades regionales. Estaba muy bien informado, sin dudas. Uno de los poodles trepó a su lado, en el sillón. Perón lo acariciaba mientras decía: estos perritos son unos oligarcas, si podrían hablar no nos dirigirían la palabra. Una expresión típica del exilado que leí en un libro de Tomas Eloy Martínez años más tarde. Los grupos más ruidosos de la juventud peronista no habían aparecido todavía, no publicamante al menos. El mensaje de Perón en aquella como en otras audiencias parecía claro: estaba listo para conducir, era un sofisticado político, la imagen de un rudo ex dictador se disolvía en la de un anciano docto. Tres años después Perón volvería para ser Presidente y morir al poco tiempo con los símbolos de poder en mano.
Perdí la copia de la grabación, las fotos. Al mensaje de López Rega lo rompí, casi inmediatamente.
Italia, Febrero de 1970
Recuerdo que fue a la salida de nuestra visita a la FIAT, en Turín. En algún momento conversé con un núcleo de obreros que tomaban café en la hora del descanso. Antes de volver a sus tareas, uno de ellos me arrimó una tarjeta del Sindicato y me dijo que podía pasar por allí, después de las cuatro de la tarde. Como dirigente sindical, él siempre estaba a esa hora agregó. El dirigente sindical escribió su nombre en la tarjeta. Era un hombre maduro, de unos 60 años.
Concurrí al Sindicato. Me convidaron con café, indagaron sobre Argentina. Varios de los presentes hablaban español; había un viejo veterano de la guerra civil en España. El Sindicalista que me invitó concurrir resultó haber sido un partisano antifascista en la segunda guerra. Sus compañeros lo consideraban un valiente luchador, el hombre se había jugado. Me contó historias fascinantes, algunas daban miedo. Relataba su testimonio de manera colectiva, sin reclamarse nada. ¡Admirable! Tocamos la actualidad de entonces, el hombre era Comunista, alla italiana, liberal, alejado de la entonces Unión Soviética, apegado al eurocomunismo donde fundía su romanticismo juvenil con un proyecto en esencia social-demócrata. Berlinger, me dijo, no era Togliatti. Los sindicalistas me regalaron un banderín, recogí algunos libros que me obsequiaron y me fui del lugar confiando en que había recogido un pedazo importante de la historia.
Recorriendo las Campignas Austriacas, Febrero 1970
Austria estaba en pleno crecimiento de post-guerra. Alguna vez había oido hablar a mi viejo de ese país con respeto, sin prejuicios. No era el caso de Alemania, por entendibles razones. Recuerdo la belleza invernal de Viena, lugar que convocaba arte e historia y por el que guardabamos admiración. Fue desde Viena que intenté, con otro cumpa, llegar a Bratislava. El chofer que nos llevó a la estación de tren nos advirtió: si no tienen visa al llegar a la frontera los mandaran de vuelta. ¿Que se puede perder cuando se tienen escasos veintidós años? Tiempo, perdimos tiempo. En la frontera misma nos pusieron en el tren de vuelta a Viena. El país Checoslovaco había sido invadido unos años antes. Los rusos no estaban dispuestos a tolerar curiosos.
Nos llamó mucho la atención las campiñas austriacas. Numerosas granjitas, prolijas, todo dispuesto con esmero. El aseo austriaco nos parecía casi aburrido. En cada pueblito que parábamos nos atendían con amabilidad, algo curiosos. En ese país de Europa Central, donde había transitado el nazismo no hacia mucho, creí haber encontrado algo de la villa ucraniana donde creció mi viejo, según sus mezquinas referencias al lugar donde quedaron enterradas su niñez y adolescencia. Cuando visite Israel, años más tarde, se lo recordé a mi hermano: en Austria mi imaginario había encontrado al lugar Asquenazi de mi viejo, al recorrer Israel vi un país árabe. Todos con su propio encanto.
Londres, Marzo 1970
Llegamos a Inglaterra en un ferry; el túnel debajo de La Mancha era solo una idea de proyecto. En el puerto de Dover tomamos un bus que nos llevó a Londres. Impresionaba ver un desandado imperio de rutas tan angostas. Bello y sucio era el Londres de mi primer encuentro. La industrialización todavía contaminaba el cielo, enturbiaba horizontes. Pero Londres con su añejo Subterráneo transmitía una familiaridad casi provinciana.
Una mañana nos invitaron a una charla con unos funcionarios del Ministerio de Relaciones Exteriores (Foreign Office) para hablar sobre política exterior británica. Todo iba bien hasta que llegó el momento de las preguntas, el intercambio de opiniones. ¡Para que se me habrá ocurrido preguntar sobre las polémicas negociaciones alrededor del Mercado Común Europeo! Resulta que ni los mismos conferencistas podían disimular el agrietamiento que golpeaba al Reino no-tan-Unido. Los dimes y diretes se extendieron por más de media hora. La ordenada y respetuosa conversación no ocultaba el sismo albiónico, acaso el precedente que se reiteraría medio siglo después. A la salida de la conferencia se acercó un inglés y cortésmente me susurró al oído en un español bastante claro: si sabíamos esto no hubiéramos vedado las Malvinas como tema.
Río de Janeiro, 1980
En 1980 volvimos de paseo a la Argentina. Dos años y medio habían pasado desde nuestra partida a los EEUU. Agridulce visita. Ver los viejos. Sentir ausencias. Mi entonces única hija, Diana, pudo ver a sus abuelos. Contaba solo diez meses cuando partimos. Ahora con tres años se desenvolvia en español plenamente, con alguna expresión ocasional en inglés. Disfrutamos nuestra comida, entrañable conexión al suelo. Resolvimos que al regresar a EEUU pararíamos por unos días en Río; nos atraía la playa y el sol de Copacabana, a Susana más que mi confieso.
Brasil vivía una profunda crisis. El dólar se disparaba. Tomamos un taxi en el aeropuerto. Nos cobró en dólar. Averigüé luego, nos había cobrado doble, por turistas y por argentinos. Por lo demás todo anduvo bien … hasta que llegó el momento de pagar el hotel. ¿Cancelarán su cuenta en dólares? me preguntaron. Naturalmente, dije. OK, pase Ud. por tesorería, me indicaron. Tesorería no era sino la trastienda de Recepción. Allí, una señora me indicó el monto en dólares de acuerdo al cambio vigente, dijo. Me “envolvieron”con el cambio. No solo no me reconocieron el cambio paralelo sino que además incluyeron “comisiones por cambio” que no existían. Cuando caí en cuenta ya era tarde: me habían tragado completamente en …. por lo menos cien dólares, de 1980 aclaro. Me sentí como un perfecto idiota. ¿Quien no? Pero en mi viaje al aeropuerto estuve preparado. Cambie dólares en el mercado paralelo con una buena plusvalía; pagaría en moneda local. Sabía de antemano la tarifa. Estaba preparado para defenderme. No hizo falta. Un viejo taxista, honesto el hombre, charló durante el viaje amablemente y nos cobró lo justo. Como dice el refrán: en todas partes se cuecen habas.
Sudáfrica del apartheid, Israel, 1982
Hermosa ciudad es El Cabo. Visité con mi familia esa ciudad, camino a Israel. Resolvimos parar allí quien sabe porqué. Las recorridas, los tours, fueron muy buenos; los guías muy profesionales. No se veían personas negras, ni de origen indio. Entonces uno cometía el cruel error de olvidarse donde estaba. Hasta que en un tour apareció un morocho, de muy buenas maneras, bien vestido. En algún momento entablamos conversación. Era un visitante de Namibia, por eso se le permitía ser parte del tour me dijo. No obstante, en algún lugar fue interrogado, debió mostrar su documento y así pudo ser “tolerado”. Horrible realidad que viví por algunos años cuando trabajé con Swaziland; Sudáfrica era el tránsito obligado. Desde Sudáfrica era fácil volar hacia Israel. Las conexiones aéreas a veces exceden pilotos y aeronaves.
Ya en Israel, mi hermano Santiago y su familia nos trataron como reyes. Nos llevaron a conocer cada lugar de encanto dentro de Israel y en lo que la cultura del lugar denomina “los territorios”, o sea las zonas ocupadas después de la guerra de 1967. Es un lugar pequeño que posee no obstante tanto para ver, tanta historia. Jaffo, contiguo a Tel Aviv, es un museo acogedor, realmente. En el norte, Haifa es un lugar más que hermoso, de culturas mixtas. El desierto de Neguev con algunas paradas tan calurosas como refrescantes. Cuanto disfruté al visitar la carpintería (la nagariá) de mi hermano, orgullo de alguien que dejó Argentina amenazado sin culpa alguna. En la carpintería, los empleados de Santiago lo saludaban con cariño diciendole simplemente “boludo” sin entender lo que mi propio hermano les enseñara.
Comimos falafel en un puesto de un palestino conocido que había vivido en Nueva York. Como el hombre hablaba inglés nos comunicamos sin problemas. El falafel es uno de mis platos favoritos. Innegablemente palestino, los israelíes lo consideran el plato nacional y disputan su origen. Hermoso altercado que acerca pueblos. El arte y la gastronomía es la manera de integrar las tribus, acaso fundirlas. En una parada en el desierto, una siesta más que caliente, nos detuvimos a tomar y comer algo. Comimos la pizza más exquisita que recuerdo. El boliche era de una familia argentina.
Creo que nadie podría no enamorarse de Haifa o de Jafo. Lugares más que hermosos. Escuché una historia hermosa que refiere a Haifa. Se la conté a mi hermano. Data de los 70s, cuando llegué al Banco Mundial. Habían dos economistas agrícolas, muy buenos. Estaban ya por jubilarse; de la misma edad, muy amigos. Más que amigos. Comían juntos casi siempre. Uno era Israelí, el otro libanés. Las familias eran amigas; las celebraciones judías como las islamicas los reunía. Eran como hermanos. Resulta que los dos nacieron casi al mismo tiempo, en el mismo hospital, en Haifa. Calle de por medio, los padres habían hecho una gran amistad. Que no se perdió aún en el difícil periodo de la guerra que precedió la fundación del estado de Israel. Cuando la guerra se puso demasiado fuerte, aquel Palestino de Haifa decidió irse con sus familia al Líbano, por un tiempo. No pudo regresar. La ley israelí del llamado retorno le impidió precisamente retornar. Su casa y negocio fueron ocupados por nuevos inmigrantes europeos. Años después, los hijos que habían elegido oficios similares e igual destino laboral se descubrieron; se transformaron también en conducto de amistad revivida entre los padres. Y ellos mismos decidieron cimentarla.
Si algo rescato de mis viejos es que nos enseñaron a respetar la gente, sin medir sus genes o su aspecto. En una de mis visitas a Israel acompañe mi hermano a instalar un mueble a un asentamiento, en los llamados territorios. Una casa hermosa, grande en una zona reseca donde se había construido la necesaria infraestructura para un barrio de unas doscientas casas. No estaban los dueños. Le pregunté a mi hermano de quien podían haber sido esos terrenos antes de ser expropiados. Lo más probable, me dijo, era tierra comunal de pastore de los Palestinos, quizás de algún propietario privado con título conferido por la presencia continua de generaciones. Las casas se vendían a precios muy bajos, obviamente subvencionadas. Atiné a preguntar ¿a algunos de tus chicos no se le ocurrió tratar de comprar una de estas casas? Mi hermano no demoró su respuesta: nosotros no compramos cosas robadas. Su imperdonable delito fue morirse.
Sigo Pensando
Refrescaré mi memoria, seguiré capturando otros lugares, algún episodio que los evoque. Al final de la jornada siempre digo: confieso que vivir no es aburrido.