Incidentes cargados de humanidad, graciosos algunos, escogidos especialmente para endulzar mi pasado. De eso tratan estas líneas imperfectamente breves y desordenadamente intercaladas.
Buenos Aires, 2008
Habíamos llegado, mi esposa Susana y yo, de visita a la Argentina en un momento muy cargado. Se habían sublevado los productores de soja. Estancieros devenidos en piqueteros caotizaban el tráfico porteño con más adhesiones que reproches. Resulta que el gobierno intentaba pasar una ley diseñada por el entonces Ministro Lusteau que agrandaba las retenciones a la exportación a medida que el precio mundial lo hacía (supe después, ya de vuelta al norte, que el proyecto fue enterrado con el voto de otro Radical, el mismísimo vicepresidente Cobos). Nos hospedábamos en la casa de mis suegros, cerca del Club Vélez Sarsfield.
Al día siguiente a mi llegada supe que el centro, adonde debía ir, permanecía convulsionado. Tomé un taxi. Al subir saludé con el formalismo de un provinciano de mis tiempos: Buenos Días Señor. Donde te llevo, espetó el chofer sin inmutarse. El hombre era más bien joven, de unos cuarenta años; apenas si me miró aunque adiviné su menosprecio. Le indiqué entonces el lugar y le pregunté si sabía que calles estaban bloqueadas así las esquivaba. Necesitaba llegar a tiempo. Por supuesto que lo sé, me contestó con suficiencia mientras continuaba el rumbo. Pasa que el gobierno nos quiere cagar a todos, agregó. Yo lo sé bien porque en mi familia somos todos sojeros. El impuesto que nos quieren cobrar es inconstitucional, remató con precisión jurídica, acaso excediendo su condición de asalariado del taxímetro. Lo entiendo, dije como para acallar a ese pretensioso chanta del asfalto. El semáforo nos detuvo a los pocos metros. Allí el hombre se dio vuelta, me miró a los ojos y me preguntó con un acento exageradamente porteño: ¿vos sabes lo que es Cons-ti-tu-cional? No señor, le dije con infinita humildad pueblerina, justo cuando llegábamos a ese capítulo las clases terminaron.
Mi regreso del centro porteño a la casa de mis suegros fue distinto. Había disfrutado un lindo café en esa ciudad tan hermosa como contradictoria. Tomé el primer taxi disponible; el chofer era algo mayor. El hombre me saludo con respeto. Le pregunté entonces si podía sentarme adelante; el conductor me había infundido confianza. Por supuesto me dijo mientras recogía diarios y otras cosas del asiento. A poco de arrancar nos comunicamos. El hombre hablaba pausadamente. Empieza hacer calor, dije. Cada vez que me siento mi próstata ensanchada reclama vaciamiento, mucho más con el calor, agregué como para afianzar aquella impronta cercanía generacional. Ustedes están sentados diez horas al volante ¿como hacen? pregunté con genuina curiosidad. El hombre sacó entonces un botellón que escondía debajo de su asiento y me lo mostró agregando: en cualquier semáforo largo mientras miro distraído yo procedo. Eso si me cubro con ese diario La Nación que recogí de su asiento. Una vez, recordó ya embalado en el relato, subieron dos viejas que hablaban hasta por los codos. El viaje era largo y Ud. sabe se aguanta un poco, pero no tanto. Entonces subí el volumen de la radio, cogí los “instrumentos”, sacudí el desodorante que cuelga de mi visor y en el primer semáforo di riendas sueltas a mi urgencia. Mi temor, se lo digo francamente, era que se me escape un pedo.
Moldova, 1999
Balbuceaba rumano, idioma muy cercano. Si no practico nunca afinaré mi pronunciación ni mejoraré mi escaso oído, me decía. Un día domingo salí a caminar y ya cansado decidí tomar un taxi. El chofer era un muchacho joven de unos treinta años. Lo saludé en rumano, me contestó en inglés. ¿Adonde va? preguntó. Insistí en rumano, explicando con gran dificultad el destino de mi viaje. El joven me dejó hablar para decirme luego: mejor explíqueme en inglés. Tengo poco dominio del rumano, agregó. Acto seguido me explicó que su familia era de origen ruso. Somos de Balti, agregó. En efecto esa ciudad al norte de Chisinau, la capital, está poblada por personas de origen ruso, . Allí se habla ruso más que otra cosa. Pero el chofer, no pudo disimular cierto grado de vergüenza. Ahora que viviré en Chisinau, aprenderé rumano, me dijo. Con esfuerzo me saludó en rumano a mi partida. Algún tiempo después recorrí Balti, aprendí algo de su historia. Muchos rusos de origen judío se habían establecido allí, generaciones pasadas. Comí en una fonda del lugar, de gastronomía muy rusa. Obviamente. El chofer de mi oficina ofició de traductor. Los dos tomamos una sopa de borscht.
La Paz, Bolivia, 2004
Me habían contratado como Consultor después de mi retiro. Mi labor era específica. Mirar números, averiguar detalles. La oficina de presupuesto parecía bien organizada; resaltaba el profesionalismo del personal. Comencé a ver cifras, desentrañar conceptos. Algunas cosas requerían aclaraciones, interpretaciones. Vea señor, me dijeron con franqueza, sólo Tom Cruise podría aclarar sus dudas. Por supuesto que me reí. Tom Cruise, inalcanzable, recogía fama. Podía culpársele de cualquier cosa: él estaba en Hollywood con los Few Good Men. Esa tarde nos reunimos con el resto de la misión. Confesé que mi trabajo distaba de estar completo. Necesitaba aclarar cosas. Riéndome les conté que como el personal entrevistado no podía aclararme algunas dudas, me refirieron a Tom Cruise, el artista famoso del momento seguramente para indicarme que nadie sabía lo que yo preguntaba. Al otro día fui a trabajar nuevamente en aquella oficina. Los empleados me saludaron con familiaridad; ya me conocían después de todo. Al ratito nomas llegó un empleado y me dijo que él podía contestar mis preguntas. Era un muchacho fornido, de baja estatura, posiblemente Aymara. Se presentó: Tomas Cruz, a sus órdenes señor. Era un profesional muy idóneo que no pudo evitar un apodo tan certero.
Princeton, New Jersey, 1993
Trabajaba con Mongolia en esos momentos. El país se enfrentaba con las dificultades propias de los países que abandonaron el sistema socialista y navegaban en el limbo. La Universidad de Princeton me invitó a un seminario sobre Mongolia que se extendía todo un fin de semana. Como New Jersey está cerca de Washington, tomé un tren y llegué un viernes a la tarde, justo a tiempo para las primeras sesiones. Hacia mucho frío. El seminario tuvo lugar en un salón de proporciones regulares. El coordinador era una persona joven, profesor de la famosa universidad.
Después de una sesión algo larga, me arrimé a saludar al coordinador. Aproveché entonces para preguntarle: cuando tengamos algún paréntesis, ¿podría alguien guiarnos hasta las oficinas o lugar de trabajo que usaba Albert Einstein? Varios me hicieron ese requerimiento, me contestó. Mañana hablaremos al respecto. Al otro día el coordinador del seminario, antes de empezar formalmente la sesión hizo un anuncio: amigos, dijo, para los que no lo sabían, estamos sesionando en un aula que usó el científico del siglo, Albert Einstein. Aquí se reunía con profesores y estudiantes. Pueden ver al frente una inscripción que el propio Einstein y sus amigos Germano-parlantes inscribieron en Alemán cuando el yeso estaba aún fresco. No me acuerdo bien de la traducción pero si que hacía referencia a un Dios gracioso. En ese momento me sentí como un invasor en un lugar casi sagrado.
Al día siguiente debía partir de regreso a Washington. Había nevado fuerte. Tomé entonces un taxi para llegar a la estación. El chofer era un anciano, un hombre negro que sentado se adivinaba alto, vestido como los choferes de antes, formal, con gorro y corbata. Muy digno en su actitud. Después de unas pocas cuadras atravesamos una hermosa plaza. Me animé hablar: ¿Hace mucho que ejerce este oficio? Más de cuarenta y cinco años, me contestó el hombre. Continué preguntando, ¿Es de por aquí? No se hizo esperar la respuesta: nacido, criado y residente de Princeton toda mi vida. Rápidamente demandé: ¿Lo vió alguna vez a Einstein? Por supuesto, me dijo. En la plaza lo veía muchas mañanas, caminando. Muy desaliñado, cada prenda de un color diferente. Very sloppy. A veces ni medias llevaba. Caminaba con los brazos en la nuca, cerrando los ojos, como ausente. Sumergido en la conversación, como reflexionando, pregunté entonces ¿Porqué haría el hombre eso? De inmediato reaccionó aquel chofer anciano con una energía que llevaba escondida: ¡Como! ¿no lo intuye? El hombre estaba pen-san-do, pensando (The man was thin-king, thinking).
Kenia, Tanzania, creo que 2012
Disfrutamos mucho el Masai Mara en Kenia, un parque plagado de animales salvajes. Susana admiraba el lugar pero le invadía el miedo al ver que el hotel no era sino un acampado de tiendas de lona, cómodas si, pero de lonas, en el medio del parque mismo. Estábamos protegidos por guardias locales de la tribu Masai, delgados ellos, muy altos, con linternas y garrotes de defensa. Nada más. Para ir del comedor a las carpas se requería el acompañamiento de un Masai quien linterna en mano alumbraba para cerciorarse de que no merodeaba ningún felino suelto o, peor aún, un búfalo, celoso defensor de territorios. No sé si era un teatro bien orquestado para dramatizar una visita novelesca. Pero ciertamente a mi compañera ninguna gracia le causaba. De día recorríamos el parque en jeeps bien pertrechados. Eso creíamos. Algún león holgazán disfrutaba de la siesta, en el centro mismo de la ruta, invitando a que turistas asombrados retraten con ingenuidad aquel momento.
Habíamos arreglado el tour privado desde Washington mismo. De allí salimos usando el pasaporte gringo para facilitar operaciones. Para la compañía encargada en Kenia éramos dos gringos. El chofer del jeep, experto en el trato con foráneos, comprobó muy pronto nuestro verdadero certificado de origen. Admiraba el fútbol argentino, como muchos lo sobrevaloraba. Todo iba muy bien hasta que partimos al próximo parque, el más famoso, el Serengeti, ya cruzando a Tanzania. La noche anterior a la partida había llovido como nunca. El camino de tierra estaba totalmente anegado, casi imposible. Igual salimos. La compañía nos advirtió que el camino de tierra era solo un trecho. Además, nos dijeron que los jeeps eran muy poderosos y estaban provistos de cadenas para que los tractores de la zona, siempre movilizados por modesta paga, socorrieran los varados. Así anduvimos un rato esquivando pozos, eludiendo charcos bien profundos. En algún momento el cálculo del diestro chofer no fue certero y quedamos empantanados en un profundo barro. Había un tractor cerca; cuestión de usar cadenas y el hombre nos sacaba. En ese momento el conductor descubrió que se había olvidado de traerlas. Protesté con rabia. La compañía me aseguró que siempre se contaban con cadenas, dije. El muchacho se puso pálido, diría que tenía miedo. Después de un rato, unos Masai de la zona se arrimaron y con fuerza singular desenterraron el vehículo. Se ganaron la propina. Hubo un largo silencio en la ruta. Con los ánimos ya enfriados, el muchacho se animó a decirme: Señor Carlos no eleve su protesta, por favor no les escriba. De inmediato me declararían cesante y en Kenia sin trabajo solo aguarda el hambre. Le aclaré que no pensaba hacerlo. Pero cuide su trabajo, agregué pretendiendo una rigurosidad que en verdad me es ajena. Nos aguardaban unas horas de viaje ya en ruta pavimentada.
Preparen sus pasaportes; hay un puesto fronterizo, nos dijo el chofer en algún momento. ¡Ah! Los ciudadanos de EEUU deben abonar 100 dólares por persona, ¿recuerdan? ¡¡Queeeh!! Susana y yo lanzamos una exclamación al unísono, la bronca se sumaba. ¿Porqué cien dólares, doscientos en total? Ley de reciprocidad Señor. Los americanos cobran, a veces nos toca a nosotros también. Pero, agregó, Uds trajeron sus pasaportes argentinos, ¿verdad? Si, por supuesto dije. Con ese no pagan nada, agregó el hombre con un suspiro de alivio. No debía temer por su empleo y se aseguró su propina final, la parte sustancial de sus ingresos. ¡Hakuna Matata!