Los convocaban los años y el hartazgo del confinamiento cotidiano. Se juntaban cada dos o tres semanas para hablar de cualquier cosa. Todos llevaban a cuestas los achaques del tiempo y a varios los disminuía alguna falta: uno era tuerto, irremediablemente tuerto; otro proyectaba su cojera en mal carácter; un tercero era un petiso prominente donde abundaban los crecidos; había un filósofo, incomprensiblemente abstracto, y un profesor de valía, acaso el único centrado. No había mujeres en el grupo. Se dice que de eso huían. Y no solo de las nupcias oxidadas por los decenios. El tuerto sufría además los reclamos permanentes de una vecina cruel, la Rusa, que lo llevó a la Corte por la filtración de un muro. La rusa lo acosaba cada vez que su morada padecía un desperfecto.
Había una velada rivalidad entre el rengo y el petiso. Alguna vez el rengo se había cruzado con el tuerto en la calle y el rengo le propuso unir fuerzas contra shorty. Lo consideraba muy dominante y proponía darle un golpe de … mesa: el petiso siempre se sentaba en la cabecera. El tuerto, avezado en el arte de las disputas pasajeras, dejó pasar la oferta: te entiendo, le dijo, pero manejemos esto con cuidado. Por razones tácticas, agregó elevando la estatura de aquella pelea por un territorio inexistente.
El grupo se había encontrado por Zoom en los difíciles días del virus. Ahora se animaban a compartir los merenderos. El tuerto coordinaba los encuentros; siempre con la virtual ayuda de la tecnología moderna. Allí, con la libertad que concedía la distancia, comenzaba el traqueteo. No era fácil escoger el día y a veces hasta el sitio. La hora en cambio era inamovible: la una en punto de la tarde, para almorzar a tiempo. El tuerto sugería un día y, como para transferir responsabilidades, interrogaba sobre el lugar de conveniencia. Acto seguido contestaba el filósofo: en su remanso retiro cualquier día le era posible pero prefería el miércoles. De inmediato, un corto EM del diminuto relanzaba la propuesta. Prefería el jueves. El miércoles debían examinar su próstata, algo muy notado en las reuniones por sus ostensibles y frecuentes visitas a los lavabos. El profe aceptaba el jueves. Los demás también … excepto el cojo: debía consultar su agenda. ¿Consultar su agenda? Era solo un pretexto para afirmar su tullida existencia: solo las visitas a los galenos podría demandar algún tiempo. Finalmente el día era acordado. Había que seleccionar el lugar de junta. En verdad las opciones que se había dado el grupo no eran muchas. Acordar era más fácil.
En los almuerzos se imponía el vino de la casa a la cerveza, impuesto por el petiso que coleccionaba cupones de descuento a esos efectos. El vino era, casi siempre, un jugo de estropajo mejorado. Cada cual elegía su plato predilecto. El profesor, consecuente vegano, era modesto en su demanda. El rengo, mientras tanto, vociferaba su rechazo a esas costumbres novedosas con una hamburguesa casi cruda. Los demás, algo liviano. Debo cuidar el colesterol, repetía el tuerto. El filósofo, amigo del buen diente pero cuidadoso de su estampa, atacaba siempre el pescado.
Se iban unos quince minutos de gastronomía exploratoria y entonces el grupo se deslizaba a un tema ineludible entre añejos: la salud, los médicos. Ese día el tuerto, algo deprimido, comentó sus mareos cotidianos. Lo están analizando, dijo. Creen que son cristales del oído; volverán a su sitio y entonces estaré perfecto. El petiso, aspirante a galeno sin título, se permitió discrepar y con soltura lanzó un dardo concluyente: corazón, tú corazón se va al carajo. Ni siquiera me mencionaron esa posibilidad, respondió el tuerto. No te lo van a decir de entrada. ¡Prepárate! Y vos ¿tienes algún problema que te noto tan confiado? le preguntó el profe al petiso en afán de distender el intercambio. La última vez que hablamos te habían quitado el carnet de conducir. ¿Te lo devolvieron? Estoy en eso, fue la esquiva respuesta del petiso. Yo estoy resignado a mi rengueo, lo demás no me preocupa agregó el lisiado. Lo que más daña mi salud es la televisión, dijo el filósofo. La suprimí, me enferma. Yo estoy bien, por ahora, dijo el profe. No todos en mi casa exhiben igual suerte. Tiempos de enfrentar la vida, concluyó el intercambio con sapiencia.
Después de la salud, la política ocupaba el centro. Todos tenían su punto de vista. El rengo era un conservador recalcitrante, pero dispuesto a mudar para … oponerse. El profe, como era de esperar preocupado por el ambiente, se definía verde. El petiso decía ser partidario de la izquierda, en honor a una nieta militante. Gozaba de una holgada posición pecuniaria pero odiaba pagar impuestos. Todos vivimos sumergidos en conflictos, se justificaba. El tuerto tenía, como era de esperar, una visión muy parcial de los sucesos. Finalmente, el filósofo le corría el marco a las conversaciones. Si el tema era China, se remitía a Confucio, si era Brasil, al fútbol. A la Argentina lo explicaba el tango y a EEUU las vacunas. El sobrevuelo de sus argumentos exasperaba al rengo: vos no enfocas las cosas, sos muy filosófico, repetía. Es que soy filósofo, hombre del asimétrico andar, le respondía con indisimulada sorna. En aquellas conversadas no había acuerdo en nada. Excepto en que el intercambio había sido “interesante” y abría interrogantes para discutir en dos semanas.
El episodio final era la cuenta. Dividir entre varios era un problema. Entonces se apelaba a lo más práctico: en partes iguales. El rengo protestaba: yo comí menos por lo tanto no me toca la propina. No hay problemas, dijo el petiso, nos haremos cargo. Pero no protestes tanto, tenes varias casas y en tus múltiples divorcios se que salistes mejor de lo que entrastes. ¡No te quejes! Remataba. Allí no terminaba todo. Después del pago, los comensales debian visitar el baño. Esas visitas tornaban impacientes a los más rápidos que esperaban para despedirse. El rengo era el más lerdo. ¿Tardaste en bajarte los pañales? Le preguntó un día el petiso con indisimulado sarcasmo. Esa vez el rengo le clavó una mirada fulminante. Parecía que era cierto. Bueno, adelantó el profe, nos veremos en dos semanas. Sí, en dos semanas. Si estamos vivos, concluyó el filósofo. ¡Brutal y realista observación la suya!