Siempre supe de Rusia. Desde muy niño había oído hablar de ese lugar misterioso. Había escuchado algo sobre una región Rusa llamada Ucrania. Alguien me había dicho que mi padre había nacido en Kovel, Rusia. Kovel es una ciudad ubicada en un rincón nórdico de lo que es hoy Ucrania, cercana a Bielorrusia y a Polonia. Cuando mi viejo nació, en los albores del siglo pasado, Ucrania era apenas un territorio de la Rusia zarista que adquirió el carácter formal de República por una decisión de los comunistas cuando tomaron el poder. Cuando mi viejo partió de Europa, en la década de 1920, Kovel había pasado a engrosar Polonia por esos caprichos que mueven los juegos de poderes. Después de la guerra volvió a ser de Ucrania.
Los padres y un hermano de mi madre también nacieron en algún pueblo en lo que sería después Ucrania. Emigraron a la Argentina a comienzos de siglo pasado. En la extensa Ucrania vivían millones de personas de origen Judío y de otras minorías como los gitanos. El Zarismo expulsaba a las minorías a los bordes del imperio: hacia Ucrania y la pequeña Moldova, una zona también conocida entonces como Besarabia. La mayor parte de la inmigración de Judíos en la Argentina provenía de esa región. Eran culturalmente, digamos étnicamente, Esquenazis. Hablaban Yiddish y la mayoría Ruso. Llegaban con pasaporte ruso por supuesto. De allí que en Argentina se identifique a los Judíos como los “rusos”. No todos lo eran por supuesto. Muchos eran polacos o habían ingresado al país con pasaporte Polaco, como mi viejo. Como la Rusa María, otrora una famosa Madan polaca que hoy forma parte del folklore y de la historia Salteña. Mi viejo identificaba a Rusia como su lugar de origen. Guardaba rencor hacia Polonia por su fuerte tradición antisemita que precedía el nazismo. Aunque Rusia, Ucrania, Besarabia no tenían mucho que envidiar.
Los inmigrantes Judíos encontraron oportunidades en Argentina. Aprendieron hacerla suya, como todos. Hasta gauchos dieron. Son hoy un grupo diverso, muy heterogéneo, diría hasta muy mezclado para beneficio del ADN. Pero no siempre la sacaron gratis. Además de navegar entre prejuicios no todos extinguidos, vivieron la tragedia de la historia en este rincón del mundo. Cuando la Semana Trágica, cientos de obreros que protestaban por mejores condiciones de trabajo fueron muertos en la violenta represión policial. Grupos nacionalistas decidieron que la huelga era parte de un complot para instalar un gobierno de Soviets, como en Rusia. Y así salieron a dar muerte a cientos de Judíos-rusos con la complicidad sino la asistencia directa de la policía. Era el primer gobierno de Irigoyen que tuvo así una advertencia sobre quién realmente cortaba el queso.
Ya de grande pude familiarizarme mucho con Europa oriental. Trabajando en el Banco Mundial, viviendo en Albania y después en Moldova, pude viajar mucho por la zona, conocer, hablar con gente, ver lugares, hacer amigos. Pude conocer la ciudad donde nació mi padre. Kovel evocaba la tristeza que adivinaba cuando niño: la familia que mi viejo dejara atrás casi adolescente fue ejecutada por los nazis. De eso no se hablaba abiertamente en la familia; supongo que hacerlo atormentaba, humillaba, entristecía. Sobre mi visita a Kovel escribí un artículo que publicó El Tribuno hace más de veinte años: “Después de Kovel”, un título que confieso algo robado. Acompañaba mi artículo un emotivo escrito de Lucia Solís, la esposa de Gori Caro.
Mi experiencia trabajando con países de Europa oriental me enseño a respetar la historia. La simbología, el idioma son temas centrales para diferenciarse. A veces exagerados, a veces fruto de una construcción. Los rusos pagaron un precio gigantesco para derrotar el fascismo en la Segunda Guerra. Ellos no se permiten olvidarlo. La pequeña Moldova, aledaña a Ucrania, resiente de los rusos a los que considera ajenos, dominantes aunque una proporción no despreciable de su gente son ruso-parlantes. Moldova tampoco escapa a los recuerdos trágicos. En el Pogrom de Chișinău de 1903 perecieron muchos Judíos víctimas de la criminalidad humana. Anatol, historiador de Moldova, me contó cada detalle tal como se los había relatado su padre. Ucrania como Polonia, hizo de las minorías las culpables de las miserias cotidianas. Algo que llegó a proporciones escalofriantes durante el nazismo y en algunos casos hasta tiempo después. No escasearon los colaboracionistas locales del nazismo. Uno de ellos, Stephen Bandera, goza el privilegio histórico de haber sido consagrado héroe de Ucrania hace unos pocos años. Los seguidores de Banderas son hoy miembros regulares del ejército oficial de Ucrania. Paradoja de un país cuyo Presidente es de origen Judío.
En ese contexto descifrar el horrendo conflicto entre Rusia y Ucrania parece complicado. Es como si Argentina invadiera a Uruguay o Bolivia. ¿Se imaginan lo horrible que sería? En Rusia viven muchos Ucranianos; abundan las parejas mixtas. Llamarlas mixtas, mezcladas, suena estúpido. Todos somos mezcla por fortuna. Confluyen en este conflicto cuestiones de seguridad, algo legítimas en este mundo de amenazas, con peleas lingüísticas, con intereses. Los más extremistas también afloran y aveces toman la delantera.
Cuando uno hace el inventario de las cosas no puede sino preguntarse que podemos hacer los honestos testigos en este mundo de infortunio. Diría que nos queda la reflexión, el inconfiscable pensamiento, la sabiduría para advertir que aquí no hay santos, la necesidad de borrar caricaturas reseteadas. Si somos conscientes de que la verdad está condicionada, quizás recorreremos la noble tarea de rescatar la especie!