A medida que uno se hace viejo afloran los recuerdos. Algunos lindos, algunos feos. Nos aprisionan los más feos, los que nos castigan en las noches de insomnio o nos paralizan de a momentos durante el día. Quien no recuerda cosas que nos avergüenzan, o despiertan nuestra ira, o disminuyen nuestro ego?
Pero también hay recuerdos lindos. Son los que recordamos con sonrisas aún cuando nos hayan avergonzado en el momento. Me propuse reencontrarme con ellos y compartirlos.
Creo que tenia seis años apenas. A los niños los trae la cigüeña me dijeron. Lo creía firmemente. Aunque había en esa creencia una secreta sospecha que yo mismo no podía descifrar. La estantería se cayó esa tarde que me encontré con el Chueco para jugar a las bolitas. El Chueco era el hermano menor en una familia de varios varones, separados por algunos años todos ellos. Mientras jugábamos le comenté que acababa de nacer una hermanita de Chachin. Pero, agregué, no habíamos llegado a ver la cigüeña, ya se había ido. Vos sos boludo o te haces? Reaccionó el Chueco con lenguaje de grande, asimilado de sus hermanos mayores. Cuando viste una cigüeña? Es solo un pájaro de otras latitudes agregó el Chueco para enfatizar mi infinita ignorancia. A los chicos no los trae la cigüeña. Los hacen los padres. Hay que coger diez veces, diez veces para ello sentenció el Chueco con la seguridad de alguien bien informado.
Mi familia era pobre pero no tanto. Yo heredaba la ropa y los calzados de mis hermanos mayores. En la escuela los había mucho más pobres. La Fundación Eva Perón distribuía ropa y calzados cada año entre los más necesitados. No recuerdo haberme beneficiado de ello casi nunca. Creo que mi familia era algo gorila para reclamar del Peronismo. Pero todo cambió el año que llegó la llamada Revolución Libertadora. La Fundación desapareció pero había quedado mucha ropa sin repartir. Entonces los gobernantes de turno decidieron deshacerse de la mercancía sin mencionar los ya prohibidos nombres del depuesto régimen. Era mucho lo que restaba repartir por lo que recuerdo. Esa vez en mi casa hicieron una excepción, quizás porque la economía familiar se había encogido algo más ese año. Mi viejita me puso unas alpargatitas que yo usaba en casa y cuando jugaba. Así fui a la escuela. Habría de transmitir con ello un mensaje claro a las maestras encargadas de la repartija. Ni bien llegué a la escuela un morochito de inteligencia precoz y mucha calle dijo en voz alta: el Ruso Elbirt se vino de alpargatas para ligar un par de zapatos. Me avergoncé mucho y creó que no agarré nada.
Estaba ya terminando la escuela primaria y los chicos del barrio me pedían ayuda en matemáticas y alguna otra materia en la que me creían entendido. Yo de comedido siempre ayudaba. Algunas veces me regalaban algo, lo que proveía un incentivo adicional, un importantísimo incentivo debo decir. Un día se apareció una chica de unos ocho o nueve años con la madre. La mujer vino con un pedido insólito, quería que prepare la niña para su Primera Comunión. Debía saber los rezos, los mandamientos, y algún otro requisito necesario para la ceremonia. La mujer obviamente ignoraba que yo provenía de un hogar Judío. Dejé de lado ese “detalle”, y me comprometí a preparar la niña para que reciba el Sacramento. Claro, la madre me había deslizado que yo tendría alguna recompensa. Confieso que el cometido era fácil. Por ósmosis había absorbido todos los rezos que se debían memorizar, conocía los mandamientos en su expresión Católica. Estaba familiarizado con el rito de la Primera Comunión pues muchos amigos y compañeros habían pasado por el. Después de todo la Comunión no era sino una suerte de recreación de la Última Cena, que era la cena de Pesaj, la Pascua Judía. La Ostia era el Matzo, y el vino… lo tomaba el fraile. Tendría la niña que decirle al Cura los pecados para ser absuelta; algo menor para alguien tan pequeña. La niña hizo su Primera Comunión y me invitaron al chocolate. Allí me recuerdo algo incomodo: la concurrencia era un par de años menor que yo, toda una generación en ese entonces. Yo recibí de la madre la compensación buscada. Cuando se enteró mi vieja comentó risueña: por la plata baila el mono. Un hermano la corrigió: el mono no, el Ruso.
Recorríamos Europa a principios de los 70s con un grupo de recién graduados. A pesar de las donaciones, no la pasaba del todo bien; teníamos apenas media pensión incluida. Pero en Italia si que disfrutamos. Los organismos contactados, la FIAT, las universidades, siempre brindaban un almuerzo opíparo y alguna charla de complemento. En Turín vimos una Italia pujante, con mucha industrialización. Yo quería entrevistar algún partisano de la Segunda Guerra, aquellos de los que habían luchado contra el fascismo. Apenas habían pasado veinticinco años de la captura y muerte de Mussolini. Que distinto era todo entonces! Fui a un Sindicato donde me dijeron podría ver y conversar con un líder partisano. Y así lo hice. A la tarde se reunían cotidianamente. Creo que circulaba el vino en forma moderada, había algunas vituallas que, disimuladamente, yo también consumí. Cuando llegó quien fuera el líder partisano, un hombre de aspecto rudo, de algo más de cincuenta, hasta intenté ponerme de pie. Pero era gente muy sencilla. Muchos decían tener familiares en Argentina. Hablamos mucho. Casi todos eran comunistas, pero sonaban social-demócratas, se decían eurocomunistas que se habían alejado del pensamiento Soviético de entonces. Un adolescente de unos catorce años, hijo de algún dirigente presente, intentaba hablar conmigo en Inglés, seguramente para impresionar a los presentes. Entonces quien era presumiblemente el padre le dijo algo fastidiado, sobradoramente y en voz alta: Parla in Italiano, Lui capisce tutto.
Mantengo recuerdos muy agridulces sobre los últimos días antes de dejar el país y venir a Washington a trabajar para el Banco Mundial. Por un lado me alejé de una Argentina terriblemente represiva. Mi viejo me había dado plazo: o me rajaba pronto o me pondría en la frontera de una patada. No hizo falta por suerte. Pero siempre extrañé mi lugar y mi tiempo. Recibí tantas muestras de afecto y deseos de buena suerte de mis compañeros de trabajo en mis últimos días allí! Hoy casi cincuenta años después deseo reencontrarme con ellos. Seguramente algunos ya habrán muertos. En la fiesta de despedida todos me dijeron algo muy para la ocasión … menos Colina. El era más directo. Con mucha calle, dueño de una ironía muy tucumana y luciendo siempre más serio de lo que realmente era, se permitió darme algunos consejos. Ruso, comenzó diciendo, deberás hacernos quedar bien por allá. Hace el esfuerzo, comportate como corresponde a las circunstancias. Por favor, no caigas al trabajo con la cámara de sacar fotos el primer día. En medio de las risas, agregó: además te recomiendo que te desprendas de la gomilla con la que sujetas tu billetera. Tendrás que subir de nivel, remató con sorna. Confieso que nunca tuve cámara de fotos, pero lo de la gomilla en la billetera era verdad.
En Español decimos blanco y negro. En Inglés, negro y blanco (black and white). Ese orden puede confundir a veces. Yo había llegado a Washington DC el día anterior; estaba todavía cansado del viaje y preocupado por tantas cosas a resolver. Debíamos alquilar, comprar auto, comprar muebles. Pero era el primer día de trabajo, me explicarían cuales eran mis tareas iniciales. Debía dar una buena impresión. Parábamos en un pequeño hotel en la zona de Georgetown en Washington. Nos mudaríamos rápido de allí, antes que se terminaran las expensas para gastos iniciales. Era un lugar relativamente caro. Hoy lo es más. Alguien me explicó como llegar desde el hotel al Banco Mundial. Simplemente tomaría un colectivo en la esquina y me bajaría al frente de La Casa Blanca. El Banco quedaba a una cuadra de allí. No conocía el lugar por lo que le pediría al chofer del colectivo, usando una técnica criolla, que por las dudas me avise al llegar a mi destino. Con la inseguridad de los recién llegados subí al colectivo y al sacar boleto le dije al chofer, un morocho de enorme proporciones: Could you please tell me when we arrive at the Black House. Por favor me dice cuando lleguemos a la Casa Negra. Todo los pasajeros se cagaron de risas. Todavía resuenan sus risas. El morocho solo me miró; debió pensar que alguien le había jugado una broma a este pajuerano recién llegado.